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Morirse de miedo



por Berta Lázaro Martínez

Para Nicolás, que me contó estas historias en el verano de 2011

El día 15 de agosto el bar de Trébago está a tope a la hora del vermú. Comparto mesa, aperitivo y charla con viejos amigos y la conversación gira en torno a las cosas que nos daban miedo de pequeños. Como el escenario de la infancia es común hay muchos recuerdos parecidos. Sin embargo lo que nos cuenta Nicolás -completamente verídico- me parece fuera de serie...

Por la tarde mientras pedaleo me acuerdo de la conversación y pienso que podría escribirse un relato con ese material... a la vez que disfruto de la velocidad en la bici y del airecito suave en la cara voy maquinando cómo podrían conectarse las historias... El resultado es este cuento, que toma como base las experiencias de Nicolás pero en el que he intentado revivir el miedo infantil, el mío en primer lugar y seguramente el de cualquiera. La literatura es también el territorio de la imaginación así que me he permitido mezclar mis recuerdos de los personajes que aparecen en la historia.

Este relato se publicó en el número 31 de la revista literaria Fábula, editada en Logroño por ARLEA y la Universidad de la Rioja.

El ir y venir sigiloso de su madre, las puertas que se abrían y cerraban con extremo cuidado y la quietud inusual de la casa presagiaban algo extraordinario. Por fin le dijeron lo que había ocurrido. Se había muerto el abuelo.

Esta noticia para un niño de nueve años tiene mucho de desconcertante y algo de extraña sugestión. La ruptura de su rutina le hace percibir la trascendencia del asunto y le asombra la atmósfera que se adueña de la casa. No le gusta ver a su madre de luto y siente, a la vez que un leve peso que se va acomodando en su interior, un poco de vergüenza cuando se anima de forma momentánea ante el pensamiento de que quizá hoy no tenga que ir a la escuela. En cualquier caso, acompaña serio a su madre que le conduce de la mano escaleras arriba y su corazón late precipitadamente cuando se asoma al dormitorio, en el que descubre sobre la cama y enfundada en un traje negro la figura de su abuelo, inmóvil y ajena. Se adueña de él una sensación de irrealidad cuando deposita un último beso en la frente del anciano.

El fastidio de no poder ir a jugar se diluye cuando encuentra una ocupación que resulta de su agrado y le mantiene activo el resto de la mañana. La casa poco a poco se ha ido llenando de familiares y vecinos. Algunos quieren ver al abuelo y Nicolás asume la responsabilidad de acompañarlos. Orgulloso de sentirse útil, les precede en el trayecto al cuarto en penumbra y con todo cuidado retira el pañuelo que cubre el rostro del anciano, para que los allegados le vean por última vez. Sube una y otra vez al piso de arriba y repite el gesto con delicadeza. La experiencia acumulada le infunde seguridad y ya no le sobrecoge la gravedad de la mañana.

Al día siguiente, cuando su casa queda vacía y se despiden los últimos acompañantes del duelo, un pequeño desasosiego le invade. Está anocheciendo y se teme lo peor. Intuye su desventura, precisamente ahora, cuando empezaba a liberarse del recuerdo de la ventana del callejón.

Después de cenar se prepara para el momento temido durante toda la tarde. Ya no puede postergar más la hora de irse a la cama. Se despide de sus padres y secretamente reza para que no apaguen pronto la luz. Su habitación está en el piso de arriba, como todas, y el pasillo que ayer recorría ufano y confiado hoy se le antoja un poco más amenazador. Para llegar a su cuarto tendrá que pasar por delante del conjunto de puertas y entre ellas la que todavía guarda la sombra del abuelo. No su querido abuelo, afable y sonriente. Lo que comienza a obsesionarle es el recuerdo de un perfil acerado, blanco y extraño que ayer se le quedó grabado a fuerza de mirarlo. Se arma de valor y sus pasos se dirigen hacia la escalera, convertida ahora en territorio hostil. Conforme asciende siente que la confianza le abandona y una emoción conocida le aprisiona y casi le paraliza. A pesar de todo consigue llegar a su habitación, aunque al entrar también se cuelan sus temores y su angustia. Se arrebuja en su cama resignado a convivir con el monstruo hasta que le venza el sueño. Un monstruo que se despierta con él a lo largo de la noche, y que solo pierde fuerza cuando una raya de luz en la ventana le revela los perfiles conocidos de los muebles de su cuarto y le anuncia un día en el que, al fin, le da una tregua su miedo.


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A duras penas podía acompasar sus pasos a las zancadas de don Félix que avanzaba decidido por las calles llenas de barro y, de vez en cuando, tenía que recuperar el terreno cedido con una carrerilla que, momentáneamente, le situaba a su altura. Además, iba vestido para la ocasión con su traje rojo y blanco y tenía las manos ocupadas con una pesada cruz, lo que dificultaba sus movimientos. Empezó a arrepentirse de haber accedido tan gustoso a desempeñar esta misión y pensó que el oficio de monaguillo no era tan divertido como le había parecido en un principio. La casa a la que se dirigían estaba muy cerca de la suya y cuando pasó por su puerta se acordó de la merienda que había dejado a medias cuando fue reclamado con urgencia. Aún así, experimentó cierto orgullo al percibir que algún vecino advertía el paso de la minúscula comitiva y se sintió importante. Al fin y al cabo, era la primera vez que acompañaba al cura a dar la extremaunción a un moribundo.

Les condujeron a una habitación en la que entraba la luz del atardecer por la ventana medio entornada. Recordaba haber visto muchas veces al hombre que yacía en la cama, enfundado en su chaqueta de pana, en la esquina de la fuente o al abrigo de su puerta, escrutando el día. Era un anciano que le imponía por su envergadura y no siempre había conseguido burlar su vigilancia cuando saltaba la tapia de su huerta, contigua al juego de pelota, para recuperar los balones que los chavales extraviaban allí. A Nicolás le impresionó la solemnidad del momento y una vez más deseó haber estado al margen de esta obligación. Se situó en un segundo plano, detrás de don Félix, e intentó ocupar su mente con el pensamiento de los juegos que todavía le esperaban esa tarde. El cura recitaba algunas frases en latín que no comprendía mientras él se limitaba a sostener en sus manos esa cruz que ahora le servía de punto de apoyo. Estuvo tentado de acercarse un poco al enfermo pero un sexto sentido le aconsejó mantener su discreta posición. Todo terminaría pronto. Se distrajo observando la ventana y le reconfortó un poco reconocer, de refilón, el tabique de su casa y la esquina de su calle. Su mirada tropezaba con la espalda del cura y a pesar de todas las órdenes que estaba recibiendo de su conciencia y su experiencia tuvo que hacerlo. Una determinación superior a sus fuerzas le obligó a ladear la cabeza, espiar por detrás de la sotana y empinarse un poco para mejorar su ángulo de visión. Nicolás no pestañeó al avistar una figura que se agigantó en la cama al incorporarse y no pudo evitar que sus ojos se encontraran, fatalmente, con la mirada agonizante de su vecino. Las piernas apenas le sostenían cuando bajaba las escaleras, mientras maldecía una y mil veces su obstinación, su irremediable tendencia a hacer lo que no debía, aún a sabiendas de que pagaría las consecuencias.

A partir de entonces, esa ventana que daba al callejón que se divisaba desde su casa cobraba cada noche nitidez y definición, y le transportaba, sin remedio, al interior de esa habitación que aparecía una y otra vez en su cabeza, en la frontera del esquivo sueño. Y de nuevo volvía a sentir esa fría mirada, traslúcida y terrorífica. Nicolás sabía que esto sería así durante muchos días a pesar de su extremo cuidado en evitar que la trayectoria de sus ojos tomara esa dirección cuando salía de su casa y su empeño en aparentar serenidad cuando pasaba por delante, mientras se repetía a sí mismo la consigna salvadora: no mires, no mires, no mires.



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Unos meses después del entierro de su abuelo el pueblo volvió a vestirse de luto. En esta ocasión, Nicolás vivió de forma más distante el acontecimiento ya que no se trataba de nadie cercano. En cualquier caso, que no le correspondiera oficiar de monaguillo no fue obstáculo para que acompañara de buena gana al séquito de familiares y vecinos camino del cementerio. No le asustaba la perspectiva de acercarse a ese lugar. Poco a poco sus fantasmas estaban cediendo terreno y les estaba ganando la partida, eso sí, luchando con denuedo en desiguales combates en los que aquellos contaban con la noche y su soledad como aliados.

Una vez en el interior del recinto la gente que acompañaba al cortejo se arremolinó en torno a la sepultura, mientras el cura cumplía con los últimos rezos. Nicolás, que por algún motivo se había quedado rezagado, se encontró por detrás de un enjambre de piernas y espaldas que le impedían ver. Solo podía escuchar, en el silencio respetuoso de los asistentes, las invocaciones de rigor por parte de don Félix y el ruido metálico de las palas de los sepultureros cuando topaban con alguna piedra. Pensó que le gustaría observar cómo las cuerdas gruesas que había visto por la mañana ayudarían a la caja en su descenso al agujero enorme que habían cavado el día anterior. Con decisión se abrió paso entre el gentío y, sorteando a la estática multitud, pronto se encontró junto a los operarios que ya bregaban con las sogas tensas para bajar la caja del muerto. Quiso acercarse un poco más para percatarse bien de la maniobra y no dudó en dar un pequeño rodeo y unos discretos empujones para situarse a pocos centímetros del hoyo, muy cerca del borde. La satisfacción por encontrar un sitio tan privilegiado le duró muy poco. El terreno cedió bajo sus pies. Sintió que se precipitaba en la huesa y se imaginó por un momento que en su caída llegaría a las profundidades de la tierra y tendría que compartir su vida con todas las cajas de muerto que albergaba el cementerio. Un vacío inmenso y terrible habitó por un momento su pecho, del que no pudo salir ni un solo grito, y todo esto en las fracciones de segundo que transcurrieron hasta que sintió un manotazo salvador, una garra bendita que lo asió del brazo en el último instante y lo rescató del viaje infernal, dejándolo junto al montón de piedras y tierra, recibiendo un golpe que no le dolió, aunque le dejó varios cardenales, y en el que encontró reconfortante consuelo.

Más tarde, cuando empezaba a sospechar que reviviría ese brutal sobresalto más de una vez, también recordó la sentencia, escasamente ajustada a la realidad, del hombre que lo rescató: ¡Estos críos no tienen miedo de nada!

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