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PERSPECTIVAS Y LUGARES DE PASEO, EXCURSIONES Y REPOSO, QUE OFRECEN AL OBSERVADOR LOS MONTES, VALLES, LLANURAS, BOSQUES, ETC. DEL TÉRMINO MUNICIPAL Y EL MONCAYO DESDE EL CASCO URBANO DE TRÉBAGO.



por Santiago Lázaro Carrascosa

Teniendo como punto de observación y base de partida para todo tipo de excursiones y paseos el casco urbano de Trébago, se pueden admirar paisajes, vistas y caminos de paseo, algunas antiguas sendas celtíberas, que proporcionan hondas y profundas satisfacciones y felicidades externas e internas de nuestro cuerpo y espíritu. Principalmente, y primero sobre todas estas satisfacciones, hay que hacer mención especial de la perspectiva realmente majestuosa que el Moncayo ofrece desde Trébago. Éste, con su altitud, destaca su ingente mole de todas las demás elevaciones que le rodean, haciendo resaltar más su imponencia. Pero esto no sería suficiente motivo si la silueta de su frente proyectada hacia Trébago no ofreciera una armoniosidad de líneas perfecta, generadora de una belleza natural incomparable.

Efectivamente, al mirar al Moncayo, lo primero que se observa, llamando poderosamente nuestra atención, es su forma completamente simétrica, casi un cono perfecto, de base muy ancha, a cuyos lados se extienden grupos de montes y aristas menos elevadas, que a maneras de alfombras orientales le sirve de pedestal. De este pedestal, a ambos lados igualmente y con una inclinación muy pronunciada, emergen, perfilándose, las laderas de la montaña, formando cerca de la cima, y siempre con simetría, una especie de escalón o rellano, que sirve de base a un cono perfecto, cuya cúspide corresponde al punto más elevado. Este cono final hace las veces de una corona, siendo el símil más completo cuando está cubierto por una capa de nieve, a cuya virginal blancura, el claro sol castellano le arranca destellos de luz, cual si fuese una diadema sembrada de costosa pedrería. Todo este conjunto, de por sí atractivo, tiene por marco un cielo profundamente azul e infinito, que contrasta maravillosamente con el gris plomizo de la mole montañosa. Observando este conjunto en una despejada tarde de mayo, cuando el sol de primavera brilla en todo su esplendor, y cuando aún cubre la nieve la cúspide del monte, equivale a sentir emociones tan fuertes y grandiosas, que muy bien pudieran servir de inspiración para un motivo pictórico, o para un canto lírico a la naturaleza.

Lo anterior es por lo que se refiere a la visión completa y tranquila de Moncayo, pero observado cuando sus laderas y cimas son azotadas con furia por la tempestad, y cuando negros nubarrones circundan y abrazan, cual imaginaria y potente garra atrapando su presa, cuando el frío, la nieve y el huracán se desatan en la meseta castellana, pareciendo que los elementos embravecidos tratasen de aniquilar al hombre, mostrándole su insignificante poder, aún entonces, el observador, sobrecogido, temeroso, en esa íntima y subjetiva satisfacción espiritual que da la sensación de temor, encontraría una fuente de poesía "esproncediana", que podría dar forma a una nueva "Desesperación", y que difícilmente se olvidaría.

Éste es el Moncayo que se divisa desde occidente, pareciendo un imponente centinela, a cuya protección se amparan los pueblecillos sembrados a sus faldas y estribaciones, entre los cuales se cuenta Trébago.

El Moncayo, con sus profundos e intrincados valles, sus tupidos bosques, sus cuevas y cañones abruptos, fue teatro y testigo mudo de muchos hechos históricos y aventuras caballerescas durante la reconquista. Uno de estos episodios fue la trágica muerte de los Siete Infantes de Lara, ocurrida en el valle de Araviana, cerca de donde está situado el pueblo de Ólvega, en el año 985.

Si la panorámica observable del Moncayo desde Trébago es altamente bella e impresionante, no lo es menos las perspectivas que se pueden contemplar en el mismo término municipal, siendo una de las varias que existen, y que es de profunda admiración y goce espiritual y material y siempre dentro de su reducida superficie, la nacencia de los sembrados de cereales allá por los meses de finales de invierno y comienzos de primavera, en que toda la tierra está cubierta por una aterciopelada alfombra de verdor, en la que se ve la promesa del fruto, correspondiente a los trabajos y amores, prodigados en abundancia, por los campesinos castellanos a la "mater terra", para obtenerle el sustento y los medios de vida. A la llegada del verano, junio y julio, cuando el límpido sol ha dorado las espigas de trigo, la campiña copia fielmente el cuadro de un mar abierto mecido suave y acompasadamente por una brisa, que levanta olas de dorado color al impulsar, en cadencioso vaivén, los tallos maduros de estos cereales castellanos obtenidos con tantos sacrificios.

Las panorámicas observables desde el casco urbano hacia las laderas de la Sierra del Madero, como objetivo de toda clase de paseos, excursiones, cacerías, etc., tienen como referente a los valles, barrancos, laderas y picos de la Sierra del Madero, cuya representación genuina la tiene el paraje denominado los Tres Barrancos, aludiendo su nombre a que este valle está formado por la confluencia en un mismo punto, de tres barrancos, formados por las laderas de La Solana de la Cueva, La Mesa, Ladera del Porrilla, Ladera de la Mediana y Ladera de la Carrasca. Fresco y pletórico de vegetación, está situado frente al pueblo en dirección sur, un poquito hacia el oeste, y la perspectiva que ofrece es espléndida, ya que da la sensación de una garganta profunda que penetra en el corazón de la sierra, como si fuese a atravesarla. Efectivamente, desde la misma puerta del pueblo, hasta la entrada del bosque en las laderas, corre el camino denominado de Valmayor, todo él bordeado de arboleda, que proporciona una fresca y estimulante sombra bajo la cual se camina gustoso y optimista hasta el sitio elegido para la gira campestre. Una vez internado en el bosque, la sensación confortable de descanso, quietud y alegría son sencillamente grandiosas, y uno continúa cada vez más entusiasmado a efectuar una tarde de campo. Además, durante todo el trayecto y al borde mismo del camino, corre un regacho de agua, que con su murmullo arrullador, unido a la claridad y calor de un sol de verano o primavera, complace y hace feliz al dichoso excursionista. Las sensaciones confortativas, que se reciben al hacer este paseo, son de diferente índole y objeto, según sean hechas en cada una de las estaciones.

En Primavera, cuando aún queda en el espíritu y el cuerpo esa sensación de inactividad vegetativa, ocasionada por el letárgico frío invernal, siente uno cómo despiertan vigorosas de vida, de alegría y optimismo, las ansias de actividad y esparcimiento. Parece que el resurgir de la naturaleza contagiase el de uno para marchar acordes y al unísono. Primeramente, son los campos cultivados, intensamente verdes y fecundos; luego, los árboles y mil plantas más que pueblan el monte, frondosos y reverdecidos, perfumando el ambiente con los olores de miles de sus flores y sabias, el vapor arrancado a la humedad del suelo, por los primeros rayos de un sol despejado; el movimiento y canto de pájaros y animales que también sienten el renacer de la nueva estación; el agua de las fuentes, que se ve más clara y cristalina; en fin, todo lo que los sentidos puedan recoger del mundo exterior, se transforman en nuestro interior, en percepciones que te alientan y animan a desear y amar la vida. Es una sonrisa para el espíritu y para el cuerpo, un deseo de caminar, saltar, escalar las cumbres, todavía nevadas, y de hacer algo para manifestar que también uno siente la venida de la primavera. Todo esto, coronado con una suculenta merienda, consumida al pié de una de las fuentes que existen aquí, completa totalmente lo que es una tarde de primavera en estos parajes.

En verano, una vez terminados los trabajos de la recolección, cuando aún quedan huellas de la fatiga corporal, para encontrar un descanso efectivo y laxante no tenemos nada más que hacer el recorrido anterior allá por los últimos días del caluroso agosto. Entonces, todo el cuadro y sus elementos te invitan con arrobamiento a descansar, cobijado bajo la fresca sombra de una arboleda cualquiera que te protege de los ardientes rayos solares; todo lo que te rodea va muy de acuerdo con un estado de ánimo propicio a vagar por los dominios de Morfeo.

Un cielo completamente azul, el calor denso y casi palpable del verano, la inmovilidad absoluta de todo lo que te rodea, la caricia de una pequeña brisa de aire, que apenas alcanza a mecer las hojas de los árboles, el zumbido monótono y adormecedor de insectos y mariposas, el desliz silencioso del agua de las fuentes, todo esto se va apoderando insensiblemente de tu ser, y te conduce suave y dulcemente, sin que puedas evitarlo, a los brazos del sueño, en una siesta plácida y bienhechora. En estas condiciones, aislado de preocupaciones mundanas, el alma se desliga cuanto le es posible del cuerpo, y vuela gozando de esta libertad. Realmente te sientes mucho mejor, más elevado y más puro en tus sentimientos, después de una tarde así. Vives en una región etérea e idealista, en donde eres capaz de acciones nobles y dignas. Sueñas, pero en ese sueño eres feliz y has conseguido dos objetos: Dar reposo a la materia, y una enseñanza útil a tu espíritu, en lo intelectual y moral.

En otoño, transición bien marcada de verano a invierno, se suceden días en que apuntan los primeros fríos, con otros en que los últimos vestigios de verano aparecen como destellos de vida en una existencia próxima a expirar. Aprovechando una de estas jornadas, se la puede dedicar, bien a una excursión de caza, o simplemente a efectuar un paseo y recoger las últimas calorías del cenit del astro sol. Situado en uno de tantos abrigos rocosos existentes en las laderas de los montes, y procurando resguardarte de los vientos fríos del norte y el noroeste, puedes dedicarte a la lectura de cualquier libro que tenga el poder de emocionarte profundamente. Sintiéndote seguro en tu fortaleza, teniendo enfrente a los tibios pero lánguidos rayos de un sol poniente, recogiendo los restos del calorcillo almacenado en las rocas, al ser caldeadas por el sol durante el verano, con la visión de la incipiente tristeza del paisaje, el murmullo lastimero de hojas secas al desprenderse de los árboles y arbustos, el paso sereno y meditabundo de algún caminante, ataviado con el atuendo que indica la próxima llegada de los fríos, viendo cómo todo se prepara para sortear la crudeza del invierno, tú, en tu interior, también sientes lo que se avecina, y ayudado magistralmente por las sensaciones que te producen todo lo que te rodea, creas y concibes personajes y sus acciones, en un escenario similar al que el autor de tu lectura te pinta en su narración. Sientes un no sé qué de angustioso en el alma, que a pesar de ello es un goce. Piensas con misterio y deleite si tal vez en esos mismos parajes y en épocas remotas, no se desarrolló una tragedia del tipo y estilo que estás leyendo. Vagas lánguidamente con el pensamiento, hasta que la desaparición, tras los montes picachos, del pálido y mortecino sol, te avisa de la inminente caída de la noche con sus sombras y misterios. Es hora de abrigarte bajo el techo del hogar. Te llevas no sé qué indefinible sentimiento de congoja, pero también la certeza de que aún en este caso, has encontrado y sentido una clase de belleza.

En pleno invierno, todo parece desolado e impregnado de una profunda tristeza. La mayor parte de aquél, el suelo está cubierto de un albo manto de nieve. Los árboles han perdido por completo su ropaje de verdor, y lo han sustituido por otro menos amplio y frondoso, pero no de menor belleza y brillantez. Eligiendo un día apacible para hacer una excursión, bien prevenido contra la baja temperatura, se camina sobre la nieve como si fuese una silenciosa y mullida alfombra algodonada. Va desfilando ante el caminante, y en imponente y absoluto silencio, todo un paisaje carente de manifestación vital. Bajo su influencia, te concentras en tu interior, temeroso de tanta soledad. No es extraño que ante esta desolación e inmovilidad pienses en tu futuro aniquilamiento, como ser orgánico, y te pierdas en piélagos de pensamientos con respecto a tu otro destino como ente espiritual. No puedes admitir que el yo pensante se reduzca a la nada, y llegando a la convicción de que existe una futura felicidad, dependiente de ti mismo por tus actos, renace el optimismo y deseo de merecerla. Has caminado y, a este compás, entrevisto y apreciado una nueva forma de belleza, la más importante de cuantas existen, y por la que se encuentran justificados todos los sacrificios. Confortado con esta nueva adquisición, emprendes el regreso con la perspectiva de una vivificante y alegre fogata en el fogón hogareño y pueblerino, a cuyo alrededor, y con sus ondulantes llamaradas y la cadenciosa música del chisporrotear de los leños en ignición, se ha de deslizar una típica velada invernal, dentro del círculo familiar.


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