por Montserrat García Barrena
El jefe ya dio la orden de eliminar a Suárez. Pobre infeliz, apareció en el momento más inoportuno. En este negocio te tienes que cuidar hasta de tu sombra, pero bueno, alguien tiene que cargar con las culpas y ahora le tocó a Suárez.
La última vez estuvo a punto de echarlo todo a perder con sus titubeos e indecisiones -menos mal que Guzmán estaba ahí y terminó el trabajo-. Luego fue con el jefe y le hizo la llorona para quedar bien, pero el jefe ya lo traía en la mira desde hace tiempo. Esa ambigüedad en sus respuestas, ese darle por su lado a todos. Fue lo que decidió al jefe.
Pero también él, ¡qué ocurrencias de citarlo en el bar de la calle De las Espuelas, y a esa hora, como si fuera una celebración! Seguro van a celebrar el paso de Suárez a la otra vida. Allá ellos. ¡La cara que va a poner cuando vea de qué se trata! No se espera esto. Es tan ingenuo que seguro hasta piensa que lo van a promover por su buen desempeño en querer engañar a todos. El único engañado es él, que se cree sus propias mentiras. Ni modo, viejo, te llegó tu hora.
Mientras se fumaba el cigarro comprobó que su pistola estuviera cargada; la guardó junto con otro cartucho de balas en la funda que llevaba atada en el costado izquierdo. Puso una cajetilla de cigarros en el bolsillo de la camisa. Repasó mentalmente el plan. Llegar por la calle de El Estribo y estacionar el coche en la esquina de la calle De las Espuelas, esperar que llegue Suárez, entrar después de él y terminar el asunto. Consultó su reloj; faltaban 20 minutos. Bajó la escalera y salió a la calle, caminando de prisa hasta el viejo Ford. Tiró el cigarro con fuerza, como si quisiera que atravesara el asfalto. Subió al coche y arrancó. Encendió otro cigarro y se dirigió a su destino.
Al llegar a la calle De las Espuelas, estacionó el coche, apagó el motor y esperó. Faltaban 5 minutos para la hora; su mano derecha en la pistola todavía en la funda. Tenía la boca seca. Lo vio llegar, caminando despacio hacia la puerta del bar, la cara seria y como crispada, las manos en los bolsillos de la gabardina. Sacó la pistola de su funda, esperó a que el recién llegado estuviera como a 20 pasos del bar y bajó del coche.
Al verlo, el hombre de la gabardina se detuvo, era Guzmán. ¿Por qué llevaba puesta la gabardina de Suárez? En ese momento, miró al coche que se acercaba de prisa hacia él; la bala del arma de Suárez atravesó la cajetilla de cigarros de su bolsillo mientras caía al suelo, inerte.
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