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Oficios, ocupaciones y trabajos a los que se dedicaban hace más de dos siglos los trebagueños, como base de sus economís vitales (VII)



por Santiago Lázaro Carrascosa


El catastro del Marqués de la Ensenada de mediados del siglo XVIII da como arrieros, combinado con labrador, a unas veinte personas, pero es de suponer que éstas deberían ser más arrieros que labradores, y de ahí el nombrarlas como tales, pues casi todos se dedicaban, poco o mucho, a la arriería, pues este oficio, de solera y tradición, llegó a mediados casi del siglo XX, en que estaba representado en Trébago por tres personas, jefes de otras tantas familias que se dedicaban a la arriería con carro, y buenas reatas de machos, de la madera aserrada y muebles, puertas y ventanas ya fabricados, para vender en el pueblo, y a otros sitios bien lejos del mismo.
Las personas dedicadas a la arriería del vino, vinagre, aguardiente y vino-rancio, eran seis o siete que, con carro, hacían sus compras en Aragón y Navarra, y lo distribuían por las provincias de Soria, Guadalajara, Segovia, Burgos, y hasta Madrid. Eso en 1760 y 1830.
La arriería de aceite y jabón, y su complemento, la de huevería, era practicada por no menos de 20 a 22 personas, varias con carro y la mayoría con caballerías, en este caso mulos. El negocio era ir a comprar el aceite y jabón a Navarra y a Aragón, distribuirlo por las provincias antes mencionadas, e ir recogiendo los huevos que, por trueque y cambio de ellos por aceite, les entregaban los vecinos de los pueblos que recorrían. Estos huevos eran debidamente empacados en grandes cajas de madera para, después, desde el pueblo y con carro, mandarlos a Zaragoza y otras poblaciones de gran consumo. Desde mediados del siglo XIX hasta mediados del siglo XX en que desaparecieron, eran los clásicos aceiteros-huevateros. Estos aceiteros y hueveros, que trabajaban, y muy duramente por cierto, a lomo de mulas, aparejaban a los animales con las clásicas bastas, muy adecuadas para el oficio. A cada lado de la basta, y muy bien amarradas, colocaban dos canastas, o sea una especie de cestas oblogas y alargadas, dentro de las cuales y en cada una metían una pelleja de aceite, de 50 ó más Kgs. cada una, con la boca del pellejo muy bien cerrada, asomando hacia la parte de atrás de la caballería y de la banasta. A medida que iban sacando el aceite de la pelleja, lógicamente iba quedando en la parte superior entre ella y la banasta un hueco, que se iba rellenando con huevos, bien empacados con paja para que no se rompieran. De esta manera, conforme se vaciaba la banasta de aceite, se iba llenando de huevos, bien empacados con paja, y protegidos por la rigidez de la banasta, que para eso estaban expresamente construidas. En esta forma se salía cargado con aceite y se regresaba con la misma carga pero de huevos. Hemos dicho que era un oficio muy duro, y así es, ya que en primer lugar había que madrugar, poco más de media noche, lo mismo con frío que con calor, con nieve que en primavera. Se iba caminando casi siempre, pues en primer lugar la carga que podía trasportar un macho ya estaba completa con el aceite o el huevo, y en segundo lugar, si hacía frío, yendo a caballo, en un incómodo aparejo, para mayor martirio, se helaba uno de frío, sin hacer ejercicio. Y esto a diario, y después de cubrir las jornadas, de pueblo en pueblo, hasta llegar al que tenía posada, para pernoctar y recuperar las fuerzas perdidas. Para colmo de males, la alimentación que se hacía no era muy adecuada para tan rudo trabajo, ni en calidad, ni en cantidad. Un sacrificio más para los hombres desheredados del pueblo llano castellano.
Los arrieros dedicados a la quincalla y telas, paños y utensilios diversos y de los más variados, eran seis o siete. Usaban también, como los aceiteros, los machos aparejados con bastas, nada más que en vez de canastas llevaban a cada lado un cajón, con sus respectivas puertas, abiertas hacia arriba, y en los diversos anaqueles y cajones interiores iban repartidas las diferentes mercancías del quincallero. Posteriormente usaron carros, más ligeros que los de la arriería del vino, tirados solamente por una caballería, pero eso sí, estos carros estaban muy bien equipados y acondicionados, con toldo y con muchos adornos de cuero.
Otra faceta de la arriería era la dedicada al transporte de personas a lomos de mulas, colocadas en angarillas a los costados del animal, o simplemente a caballo o sentadillas sobre los aparejos comunes y corrientes, que en aquellos tiempos se usaban. También en carros, ligeros como los empleados por los quincalleros, con asientos adosados lateralmente en el interior, o simplemente banquitos o sillas de madera. En estos vehículos no se viajaba del todo mal, comparado con el viaje a lomos de mulo. Siquiera en el carro, ibas bien sentado, más o menos cómodo, y sobre todo resguardado del viento, del frío, del sol, del agua y de todas las inclemencias del medio ambiente.
Más o menos relacionados con los arrieros estaban los oficios de ordinario, propio y mandadera. El ordinario era una persona especializada en hacer recados y encargos menores de volumen, con rapidez y eficiencia, y periódicamente, a las ciudades del entorno del pueblo, e incluso a Zaragoza y a Madrid. Generalmente los encargos eran misivas o paquetes pequeños, y el mandato de hacer alguna gestión particular, ya fuera de orden familiar, público o de otra naturaleza.
El propio, o sea particular, era casi lo mismo que el ordinario, nada más que en éste su servicio era más extemporáneo, y se encargaba de los mandados o encargos, muy particulares, delicados, secretos y muy específicos, e iba a donde le mandaran sus contratantes. Todavía nosotros, de pequeños, conocimos a una persona que ejerció el último oficio de propio, que se llamaba D. Gabriel Martínez.
La mandadera era una mujer, encargada de hacer los recados que le solicitaban los diferentes vecinos, una especie de propio, nada más que su trabajo era localmente, es decir en el pueblo o, cuando mucho, su órbita de actuación alcanzaba a los pueblos limítrofes, no separados del pueblo de Trébago, más de seis y ocho kilómetros, para poder hacer el viaje de ida y vuelta en el mismo día.
Afines al oficio de panadero y panadería, aunque a veces con especialidad y trabajo aparte, estaban el bizcochero y el confitero ambos muy similares, pero que cada uno tenía una especialidad de pastelería y confitería que les hacía ser solicitados, para que de acuerdo con sus saberes, hicieran a los vecinos los bizcochos, pasteles o golosinas de que eran consumidores.
Relacionados con las maderas y los carpinteros, y en un sentido un poco más especializados, estaban los bauleros, barrileros o toneleros y los peceros. Los bauleros, obvio es decirlo, eran los que fabricaban toda clase de arcas, arquetas, etc., aunque también los carpinteros, de los cuales hubo siempre en Trébago tres o cuatro, hacían todos estos útiles objetos, para guardar ropas fundamentalmente.
Los barrileros o toneleros se encargaban de hacer las cubas de todas clases y formas, y toneles para la guarda y el transporte del vino y los vinagres y aguardientes, así como el vino rancio. La madera empleada para hacer estas cubas y toneles era de roble o carrasca, abundante en el término, de ahí la existencia de estos artesanos en el pueblo. Finalmente los peceros eran aquellos individuos que se dedicaban a traer la pez de los pueblos pinariegos sorianos, cuando no la fabricaban ellos mismos a partir de las resinas de esos mismos pinos. La pez era un producto muy usado para carpintería en general, para la fabricación de botos a partir de pieles de cabra para almacenar el aceite, y de botas para el vino, y para múltiples usos en las necesidades del hogar.
Otro oficio relacionado con los carpinteros era el de cristalero, que, no hace falta decirlo, suministraba toda clase de cristales, pero principalmente para puertas, ventanas, bastidores, etc. Es probable que en Trébago existiera ese oficio, pero el último que nosotros conocimos de niños era del vecino pueblo de Fuentestrún.
Los oficios comerciales, en el seno del pueblo, estaban representados por el de la carne, que tenía dos facetas, uno el suministro y venta al mayoreo de la carne, sólo de carnero, o sea obligación a la carnicería, como dice el acta siguiente:
"En el lugar de Trébago, a los 22 días del mes de enero de 1825, estando reunidos los señores de justicia, Concejo y vecinos de él; Diego Felipe Soria, vecino del expresado lugar, se obligó a dar el surtido de carne de sólo carnero, para el abasto de dicho lugar y forastero bajo estas condiciones:
Venderá la carne de carnero a cuarenta cuartos la cuarta, hasta el día último de mayo del año de la fecha en que finará esta obligación.
Será de su cuenta el pagar al que la mate y la pese, debiendo ser esto en el sitio que tiene preparado el lugar, es decir en el matadero municipal.
Los menudos los dará a los vecinos según el reo (el orden) correspondiente, y se pagarán a treinta y ocho cuartos. Si se cogiese a otro con canal, será castigado por la justicia, perdiendo dicha carne.
Abonará a los propios del lugar, o sea al depositario de los caudales comunales, doscientos reales de vellón. Firmado Diego Felipe Soria. Dicho día, mes y año."

O sea que el introductor de carne era sólo una persona, como en lo tocante al vino y vinagre, un monopolio por el cual pagaba una canonjía como queda dicho. Suministraba los carneros al vendedor de la carne, con local adecuado, al precio ajustado, para que la matara, la pesara y la vendiera a todos los vecinos y forasteros que pasaran por el lugar. Al tenor siguiente, y de acuerdo con el acta que a continuación transcribimos, sobre los oficios relacionados con la carne la otra faceta era la Carnicería. Se quedó con ella por subasta Pedro Jiménez, "obligándose a matar y pesar la carne desde primero de junio, hasta San Miguel de septiembre, y si la justicia tiene a bien el que por cuenta del lugar se mate carne de carnero, macho cabrío o de otra especie, hasta navidad.
Tendrá la carnicería abierta todos los días desde las cinco de la mañana hasta las ocho de ella, y por la tarde desde las cinco hasta las siete, y los intermedios del día y hasta hora competente (razonable) de la noche, será obligación suya despachar a todo vecino o forastero, que pidiese carne.
Será su obligación cobrar todos los menudos de las reses, abonándosele por este servicio, de parte del lugar, doscientos reales de vellón. Firmado Pedro Jiménez".
Desde principios del siglo XX este comercio fue enteramente libre, y como aumentó considerablemente el consumo, llegó a haber en el pueblo cuatro personas que tenían carnicería abierta, matando ellos sus propias reses de toda clase de animales. Carneros, corderos, cabras y cabritos, cerdos, y hasta en ocasiones terneras, abasteciendo de carne no sólo a Trébago, sino a los pueblos de los alrededores, principalmente, Valdelagua, Fuentestrún y Castilruiz.



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