por Luis Sola Gutiérrez
Comencé a tener noticia de Trébago a principios del decenio de los noventa a través de Berta Lázaro, inicialmente compañera de trabajo y pronto una verdadera amiga. Poco a poco, mi conocimiento de ese apacible rincón soriano se fue acrecentando. Primero, desde la distancia, por medio de las páginas de "La voz de Trébago", que Berta me hacía llegar puntualmente; más tarde, por algunos de los cuadros, de un impecable realismo figurativo, de su hermana Iris; después, por alguna visita fugaz que, tanto a mi esposa Conchi como a mí, nos permitió contemplar el privilegiado paraje en el que se encuentra ubicado. Pero fue el domingo 13 de agosto de 2006 cuando ambos tuvimos ocasión de apreciar con más detenimiento la serena belleza de este pequeño pueblo castellano y de lo que representa para todos los trebagüeses de origen o de adopción.
Ese día, a eso de las nueve de la mañana, salimos de nuestro pueblo, Azagra, en la Ribera de Navarra. En una hora llegamos a Trébago, donde paramos justo en la puerta de nuestra amiga Berta. Su cuñado, Eduardo, que charlaba en la calle con un grupo de personas, fue el primero en percatarse de nuestra presencia. Tras los saludos de rigor, nos adentramos en la casa. Iris y Berta nos estaban esperando. Ésta nos propuso un plan que se presentaba lleno de interés: aprovechar el resto de la mañana para ir a Soria, visitar los lugares más significativos de la ciudad y terminar finalmente en el centro cultural Gaya Nuño para ver la exposición dedicada a la obra pictórica de Iris. Todo salió a pedir de boca y según lo previsto. Soria nos encantó de nuevo varios años después y la pintura de Iris -limpia, luminosa, sincera y transparente- volvió a dejarnos emocionados y conmovidos.
Fue al mediodía, a nuestra vuelta de la ciudad, cuando, en el salón social "Las Escuelas", pudimos comprobar que Trébago sigue siendo un pueblo vivo y que goza del aprecio de sus hijos, que retornan cada Agosto a su lugar de origen para encontrarse con sus gentes y sus raíces. En animada conversación, alrededor de la barra del bar o en las mesas del exterior próximas a la fuente, unos y otros se saludaban efusivamente. Se respiraba un ambiente cordial y amistoso, de esos que invitan a pensar que las relaciones humanas merecen ser cultivadas.
Vino luego una agradable comida en casa de las hermanas Lázaro y, en la sobremesa posterior, tuvimos ocasión de conocer, por medio de un hermoso libro de elegante edición, algunos cuadros representativos de la obra de Eduardo, a la que él mismo ha puesto - en nuestra opinión con innegable acierto- la sugerente denominación de "simbolismo barroco". Nos dispusimos a seguir descubriendo, con la ayuda inestimable de Iris y Berta, otros pequeños tesoros de Trébago. No tuvimos que salir del jardín de su propia casa para poder saborear algunos. Por ejemplo, los valiosos restos arqueológicos que su padre, el inolvidable Pepe, fue coleccionando a lo largo de su vida. Y, ya en otras dependencias, el museo etnográfico, al que tantas horas dedicó y cuyas innumerables piezas testimonian otros modos de vida que el correr del tiempo y su evolución inexorable han ido dejando atrás.
Ascendiendo desde abajo del pueblo, las empinadas calles trebagüesas desembocan en la Iglesia y el Torreón, los puntos más visibles del lugar y sus símbolos más emblemáticos. Vimos las nuevas casas rurales y el albergue, que dan cobijo a gentes urbanas que buscan gozar del sosiego que ofrece el mundo rural, y, a continuación, dirigimos nuestros pasos hacia la balsa y el canal, en el camino de la ermita. Los chopos centenarios, más robustos y menos esbeltos que los que tenemos costumbre de ver en nuestra ribera navarra, flanqueaban el camino. Enseguida percibimos de dónde brota la inspiración de Iris para su creación artística y le reiteramos nuestra enhorabuena por haber sabido plasmar con tal maestría el entorno de su pueblo hasta en los más mínimos detalles.
Ya de vuelta del paseo y antes de la despedida, tras habernos empapado de la placidez del ambiente trevagüés, del color de sus campos en agosto, de las líneas ondulantes de sus montañas, del perfil de la otra cara del Moncayo, no pudimos evitar la evocación de los célebres versos de fray Luis de León sobre la vida retirada y la huida del mundanal ruido. Y llegamos a la conclusión -así lo comentábamos en nuestro viaje de regreso- de que quien ha aprendido a apreciar las características de un lugar recoleto como Trébago y llega a disfrutar de ellas es alguien que tiene ya recorrido un buen trecho en el camino de la auténtica sabiduría y del verdadero arte de vivir.
Azagra, primavera de 2007
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