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Una vivencia de Trévago



por Cipriano Casado Vargas

Foto de Nicolás Casado y
María López Sánchez. El niño
grande es Cipriano Casado,
y el chico Florentino Casado
¡Miren ... el pueblo! -exclamó la tía Lucía ante sus seis sobrinos que hojeábamos el viejo álbum familiar de fotografías- y como si nunca lo hubieran visto a través de años de matrimonio, mi padre levantó la vista del periódico y mi madre suspendió su eterno tejido comentando... ¡Trévago!

Lo que nosotros veíamos era una vieja fotografía color sepia donde apenas se distinguía una torre rodeada de tejas. La tía, suponiendo que había captado la atención de los seis rapaces, agregó: -la torre es el palomar-, lo cual ya lo sabíamos, como sabíamos de la fuente y el frontón; de Malvayor y la ermita; el Moncayo, el trigo y la manzanilla; el azafrán y el cordero, conejos, liebres y perdices; de rosquillos, jamones y de chorizos, naturalmente.

Adelante, más imágenes borrosas identificadas al instante como la tía y el tío, los primos, primeros y segundos; la madre y el padre con Cipriano, luciendo algo así como un camisón que nos causaba risa y comentarios, hasta que mi madre nos llamaba la atención con su eterna sonrisa y algún comentario sobre los usos de la época de la foto.

Hoy me asombra que con tan poco material visual nos hayan metido a Trévago hasta la médula. Pero a decir verdad, ni falta hacían las fotografías, había que oírlos contar anécdotas y toda clase de acontecimientos sucedidos en el pueblo y así conocer a la hermana que se quedó allá, y a los tíos y sobrinos: primos y parientes cercanos y lejanos, y hasta al alcalde; que al oír algunos de sus nombres para nosotros extraños no podíamos contener la sonrisa y hasta la irrespetuosa carcajada. Y así entre pláticas llenas de recuerdos y anécdotas propias de todos los pueblos, íbamos conociendo aquel Trévago, tan lejano, pero tan cerca conforme crecía nuestro conocimiento de sus detalles y habitantes. Y es que los acontecimientos del lejano pueblo nos los hacían conocer al llegar las cartas que nos leían en familia: -¡niños, llegó carta de la tía Cipriana!- y comenzando por mi santa madre, que no tenía idea de quién era la tía, escuchábamos las nuevas, no tan nuevas tras mes y medio de atraso.

Sin embargo lo que ahora me llama más la atención eran, sin duda alguna, los decesos. De repente la tía abría una carta y rompía en llanto, llamaba a mis padres y les informaba con gran pesar que, cuarenta días antes había fallecido, por decir algún nombre, la tía Hilaria. Creo que antes de terminar la carta mi madre ya estaba de negro; inmediatamente se apagaba la radio, mis hermanas eran vestidas con alguna prenda propia de luto y a nosotros los varones nos colocaban un moñito negro en la manga. Y por la noche el rosario con todo y letanía en latín que recitaba la tía, lo cual acarreaba el desorden cuando arrastrábamos las "eses" del "bis" y difícilmente conteníamos la risa, hasta que nos metían en orden. Y eran nueve días, rigurosos nueve días bien contados; claro que al salir de la casa se nos olvidaba el luto como a cualquier niño de nuestra edad.

Pero también había buenas noticias; -¡que viene el tío Amancio!- y cuando el tío se aparecía acompañado por los que lo habían recibido, generalmente traía el encargo de la tía Carmen, que como deben imaginarse eran "chorizos".

¡Jesús, chorizos de Trévago! -No es exageración, pero para mí son los mejores del mundo, y así eran recibidos y apreciados, ¡pero también dosificados!, y por lo tanto más deseados.

El chorizo era fiesta, era un placer, era algo así como... ¡comerse a Trévago piedra por piedra!; bueno, eran hasta un premio. Cómo recuerdo aquel día en que me pidieron que diera sangre para una transfusión a mi hermano mayor por una úlcera que padecía. Cuando llegué a la casa me esperaba mi madre con un chorizo enterito para mi solo; ¡la gloria... el cielo!

Y aunque nunca conocía la música propia del pueblo, al oir a los Xeis, los Bocheros y Churumbeles, única música aceptada por mi padre y la tía, me imaginaba bailando jotas a la Virgen en la fiesta de septiembre (si es que me los permitieran, pues sólo los lugareños tienen ese privilegio) o participar en la recogida de trigo y pastas, o de leña para el niño Jesús en Navidad ahogado en un metro de nieve.

Y así como les cuento, Trévago se nos fue metiendo por los sentidos, hasta llegar bien adentro, a ese lugar donde mi padre y mi tía lo tiene bien arraigado, al corazón.

Por fin, en el 75 lo conocí, cambíe, ¡qué bruto! me dijeron, todos los cuadros del Prado por 24 horas en el pueblo de mis padres.

Me costó trabajo dar con él, no me daban información ni en la misma Soria; pero echándole valor y preguntando por fin llegamos a Trévago.

Se me hizo el nudo clásico de estas ocasiones y se abrió el grifo de las emociones. Después, ya controlado, di con la casa de la tía Carmen y caminé por el pueblo como si lo conociera, y así fui identificando los tantos mencionados rincones y parajes, la iglesia, la fuente, etc. Y los pueblos cercanos como Matalebreras, Ágreda, Fuentestrún donde se oyen las campanas de Trévago, mismas que estuve tentado a darles una vuelta a brazo como lo hacen los mozos en la fiesta; sin faltar la mole inmensa del Moncayo allá en la lejanía. Y pude tomar el agua del manantial en la ermita y ver el trigo mecido por suave brisa. Y probar un cocido con mucho azafrán, y el jamón crudo, y las migas y desde luego el chorizo. La calidez del hogar nos hizo olvidar el frío propio del atardecer a pesar de ser verano.

Mi padre vivió sólo 10 años en Trévago -me pregunto: ¿cuál puede ser la causa de tal arraigo?- ¡Dios, qué pregunta me he hecho...! Sus vivencias deben haber sido las de un niño, recuerdos volátiles propios de esa edad. Su vida, su formación como hombre, fueron aquí en "Méjico" (así con "j", para que al arrastrarla suene más castiza) -su juventud, sus primeras experiencias ya como adulto, la lucha inicial contra las circunstancias y elementos como el clima, costumbres, burlas y hasta una revolución; el éxito, su matrimonio, su familia ... todo en 89 años en Méjico, al que no sólo adoptó sino que lo hizo suyo, disfrutando de esta bendita tierra, Papantla, en la que comprendió y compartió a su gente hablándoles con toda propiedad y conocimiento su totonaca natural.

Y sin embargo ahí estaba Trévago, clavado, ¡bien, pero bien clavado en su corazón!, y ahí se quedó ... queriendo llevárselo todo ... ¡pero no va a poder porque aquí a sus hijos ya nos dejó parte de él!

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