por Iñaki del Corte Martínez y Luis Jiménez Pérez
Como la salida a Magaña se nos había hecho corta, Juanjo, Conchita y Estela nos plantearon a la juventud del pueblo un reto mayor, la ascensión al Moncayo. Así que dicho y hecho, allí estábamos a las siete menos cuarto de la mañana, del día 10 de agosto, doce valientes, algunos con más sueño que otros, en el punto de reunión, la casa de Modesta. En ese momento empezaba el viaje. Nuestro destino: la aventura. En el trayecto en coche hacia Cueva de Ágreda, donde teníamos previsto iniciar la ascensión, nadie pronunció ni una palabra. Esto no se debía al sueño, sino a que los doce estábamos ya mentalizándonos para alcanzar la cumbre. Fue en Cueva de Ágreda, un coqueto pueblo a las faldas del Moncayo, famoso por su magnífica cueva natural, donde conocimos al que sería nuestro guía, Javier Martínez Escribano. Él sería para nosotros como una especie de “sherpa soriano” que nos empujaría hasta la cima del Moncayo. Con nuestro guía, la expedición la completábamos: Juanjo, Conchita, Estela, Pedro José, Lule, Nicolás, Amaya, Diana, Rafa, Carmen, Luis e Iñaki.
Comenzamos la ascensión, tras la foto de rigor en el pueblo de Cueva de Ágreda, alrededor de las siete y media de la mañana. Primero, por un camino suave que cada vez se hacía más y más duro. Nuestro guía nos contó que podíamos toparnos con los restos de una avioneta y de un phantom norteamericano que se estrellaron hace ya más de dos décadas. Así fue que al cabo de un buen rato de seguir el curso del río nos encontramos con los restos de lo que fuera en su día un ala de una avioneta civil. Según proseguíamos la ascensión encontramos algún otro trozo de fuselaje y una turbina del phantom.
Por fin llegamos al nacedero del río, donde hicimos la primera parada para probar el agua que manaba del Moncayo. Eran las nueve de la mañana y ya habíamos hecho la mitad del camino. Allí Nicolás perdió un diente y su hermana estaba tan orgullosa de que su hermano fuese perdiendo dientes por el Moncayo que quiso que se comentase en la revista (¡va por ti, Nicolás!). Una vez descansados, decidimos reemprender el viaje y realizar ya el ataque a la cima. El camino, cada vez más empinado, se hacía más duro, pues estaba lleno de piedras sueltas y eso provocaba que parásemos un par de veces a tomar aire. En una de esas “paradillas”, vimos cómo el pastor de la Cueva subía el monte como si fuese cuesta abajo.
Hicimos ya el ataque definitivo a la cumbre y allí contemplamos a la Virgen del Pilar, y estampamos nuestras firmas en un cuaderno que deja allí la Asociación de Montañismo del Moncayo. Habíamos tardado alrededor de tres horas desde Cueva de Ágreda hasta la picota.
Allí mismo, a 2.316 metros sobre el nivel del mar, tomamos un merecido almuerzo y divisamos los pueblos que rodean al Moncayo, por supuesto, incluido Trébago.
Una vez contemplado el paisaje desde tanta altura quisimos comenzar la bajada poco a poco, teniendo cuidado con las piedras sueltas del camino. El descenso fue muy difícil, ya que se cargaban los gemelos y tobillos. Repostamos en el nacedero y tomamos el último impulso para regresar a Cueva de Ágreda. Esto se hizo más fácil, ya que la pendiente se reducía a medida que nos acercábamos al pueblo. Llegamos a Cueva de Ágreda por fin, habiendo necesitado seis horas para subir y bajar el todopoderoso Moncayo, almuerzo incluido. Como el paisaje del Moncayo nos gustó tanto, nos prometimos que al año siguiente volveríamos, ya sea para entrar a ver la cueva o para repetir la ascensión a nuestro Moncayo.
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