< Revista 12 - Arriero soy, vendo peras - Trébago
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Arriero soy, vendo peras



por César Córdova


La cuesta de Fuentestrún

Menudo transporte he escogido para regresar hoy al pueblo.

Si gustan, imagínense conmigo que andan por las eras cuando me ven bajar del viejo camión de línea que venía de Soria. Tengo aspecto, quisiera tenerlo, de pastor. La cabeza pelona cubierta por boina, la barba casi blanca, los lentes con aumento grueso. Pantalón y chaleco negro de pana. Notarán que cargo la maleta con algo de dificultad. Aparte del peso de los libros que me acompañan, los golpes y los años no han sido en balde. Más de uno de ustedes, sentados allá arriba en la Nevera, (o en la sala de su casa en Dinamarca, Brasil, Tenampulco...) me encontrará conocido. Físicamente, me parezco algo a mi padre, a mis tíos, a mucha otra gente nacida en ese lugar. A pesar de que hace tiempo que no volvía, no recuerdo haber ido a España sin visitar a la abuela y a los tíos, aunque fuera un ratito. Sin embargo, en esta ocasión me tengo propuesto primero que nada pedirle una disculpa al Goyo.

Observo las casas, los techos, las tejas, los miro escrutarme, veo la carretera que baja al pueblo de abajo, y me viene a la cabeza uno de mis primeros accidentes:

"¡Que se le han visto las bragas!", exclamaban los mozos.

Era el domingo de un verano allá por 1953-4 (?) Entonces, los chicos y chicas acostumbraban en las tardes de los días de asueto, pasear por aquel camino a Fuentestrún. Yo tenía como diez años, una nueva bicicleta, bajaba la cuesta a mil por hora, y acababa de derribar a una muchacha. Ella era de Magaña, pero estaba trabajando ahí. Los varones describían alebrestados el color de su prenda color de rosa, y por haberles proporcionado tal espectáculo, al ayudar a levantarme me daban palmadas en la espalda llenas de entusiasmo. Como les teníamos admiración a los mayores, me hacían sentir como si yo fuese el mero Halcón Negro, un personaje de tebeo, que piloteaba un avión a chorro (su copiloto era un cocinero japonés cuya arma era un cuchillo de carnicero). A ella la levantaron las muchachas. Tenía una mirada asesina. El velocípedo, o sea, la bírula, nada, ni un rasguñito. Me volví a montar. Había que descender lo más rápido posible, soltar el manubrio, abrir los brazos en cruz, y llegar impulsado un kilómetro más abajo sin pedalear, cerrando los ojos, sintiendo el aire golpear nuestra cara.

"¡Que se le vieron las bragas!" Esta frase, exclamada con júbilo, se me ha repetido en la cabeza cientos de veces durante más de cuarenta años, cuando me acuerdo de Trévago. A esa hora, al anochecer, los novios se tomaban las manos al caminar, había un aroma a paja húmeda y, algunas veces, al voltear arriba, podían verse en la oscura bóveda celeste un sin fin de estrellas aquí, cerquita.

Subo con mi equipaje. "Pa'su mecha", pienso al sentir el peso. Me pregunto si no hubiera sido más práctico meter la maleta dentro de alguna carreta jalada por decenas de caballos de H.P. que anduviera arriando. Al caminar veo la torre de la iglesia y medito si el perdón no debiera suplicarlo dentro del confesionario pero, no, prefiero pedírselo directamente al Goyo. Entonces recuerdo el sonido de:


LAS CAMPANAS

Primera llamada
Aquel verano me levantaba como a las cuatro de la mañana para ayudar en misa. Saltaba por la ventana del baño que daba a la callejuela de atrás, y subía corriendo hasta llegar al campanario de la iglesia. Ahí me encontraba con mi cuate, el Andaluz. Él mecía una campana y yo otra, cada una debería pesar cuando menos doscientos kilos, pero no era difícil moverlas. Al golpear el badajo contra la panza, el ruido podía oírse a varios kilómetros de distancia. Tocábamos un poco y repetíamos el procedimiento, en total tres llamadas, como en el teatro. Luego bajábamos a la sacristía y le dábamos los buenos días a don Félix, quien generalmente ya se encontraba preparándose para oficiar, diciendo muy quedito unas oraciones.

Arriba de la sotana se ponía un camisón blanco parecido a uno que tenía mi mamá, pero larguísimo, debía levantarlo para que no se le viera debajo de la sotana, y al sobrante de tela lo sujetaba por la barriga con unos cordones que usaba a manera de cinturón, con nudos en los extremos. Encima de esto se ponía otra falda blanca de encaje, y luego metía la cabeza dentro de una cosa muy elegante que parecía que cargara un cuadro por adelante y otro por atrás, después se tapaba el cuello con una fina tela, larga y estrecha, llena de oropel, que usaba como bufanda. A pesar de tanta ropa, se las arreglaba para sacar de la bolsa del pantalón unas llaves, y abría el escondite donde se encontraba el copón. Luego tomaba unas grandes hojas, como de dibujo, llenas de rueditas, y cuando las empujaba con el dedo se caían y eran las hostias. Calculaba los que iban a comulgar y las metía dentro cubriéndolo con un paño barroco. A continuación sacaba una botella de vino moscatel y vertía un poco en un pequeño frasco de vidrio. En otro igual ponía agua y listo. Nos miraba para ver que todo anduviera bien, nos hacía una seña y salíamos muy serios. Uno de nosotros adelante tocando las campanillas, don Félix en medio, y el otro atrás con la patena y los dos frasquitos. Casi todos los asistentes eran mujeres. No muchas. No jóvenes. En aquel tiempo se le daba la espalda al público. Don Félix decía cosas y nosotros le contestábamos, pero como lo decía en latín, no entendíamos, nos lo habíamos aprendido de memoria en un librito, menos el Oremus, que era para que rezáramos, y el Ite misa est, que quería decir que agarráramos las cosas y regresáramos a la sacristía. Ahí don Félix se bebía el resto del vino, se guardaba las limosnas en el pantalón, y se desvestía rezando. (Bueno, no es que se desvistiera, porque se quedaba con la sotana, y abajo traía pantalones, y yo me imagino que también calzones, es decir, bragas). En general la bandeja no llevaba mucho dinero, excepto el domingo que venía más gente y recogíamos hasta billetes. Don Félix iba contando el dinero y se ponía bien contento, entonces nos daba una o dos pesetas a cada uno. Todavía me acuerdo. Además, aquel día iban las niñas y esto era lo más bonito.


Segunda llamada
Otro sonido que no pierdo fue cuando en un partido de fútbol contra los de Valdelagua se armó la bronca. Lo que pasó es que como la portería estaba señalada nada más con dos bultos, la pelota pudo haber entrado. Unos decíamos que fue anotación y otros que nada, el caso es que ellos decidieron dar por terminado el partidazo y regresarse a su pueblo con todo y balón (y los balones escaseaban). Nosotros los seguimos gritándoles tramposos, cobardes, miedosos, gallinas, rajados, hijos de p... y viceversa. Entonces uno de ellos tiró una piedra, ésta botó en la carretera y le pegó justo en la frente al... no me acuerdo de su nombre, (siempre traía unos mocos verdes colgándole de las narices) que iba el más adelantado. Se le hizo un chichón del tamaño de un huevo y cuando le vimos la sangre mezclada con sus mocos nos pusimos furiosos, y así comenzó la batalla. Lo que sobraba era parque, porque los caminos eran de terracería, pero además todos éramos expertos. No hacíamos otra cosa que andar tirando peñascos todo el dia; en la balsa, a los pájaros, a las nueces, a los cencerros..., levantábamos una piedra, y por el puro peso calculábamos inmediatamente la distancia y la curva de descenso, podíamos acertar a cincuenta metros, sin necesidad de hondas o resorteras. Pronto hubo dos, tres, cuatro descalabrados, la cosa iba en serio. Por sentido común nosotros, igual que ellos, buscamos el control de la cima de una colina entre las poblaciones, ya que desde arriba era más fácil aventar las piedras, pero después de dos horas ninguno lo habíamos logrado. Conforme pasaba el tiempo, había más heridos, y algunos tuvieron que regresar a curarse a sus casas, por lo que en el pueblo se dieron cuenta y alarmados comenzaron a tañer las campanas. Repicaban juntas las de Trévago, las de Valdelagua, las de Fuentestrún..., pero nosotros estábamos tan concentrados que ni siquiera las oíamos, lo único que nos interesaba era subir al cerro. Por fin apareció la silueta de la sotana negra de don Félix a mitad del campo, llevando a alguno de nosotros agarrado de la oreja. Su presencia, acompañada de las campanadas, nos detuvo. Contrario al Cid Campeador, que aunque estaba muerto animó a sus cuates, nosotros nada más de ver al cura nos quedamos quietos, congelados, como quien recobra la conciencia en un hospital de la Cruz Roja y pregunta: ¿dónde estoy?


Tercera llamada
Otro día estaba cerca del río Manzano buscando nidos y, sorpresivamente, debajo de un puentecillo, me encontré una niña sonriéndome. Nos hicimos amigos y nos pasamos aquella mañana juntos un buen rato hasta que sus padres, que venían en una carreta, la llamaron, y ella desapareció dejándome encantado. Después me enteré que eran "gitanos", algo malo, como rateros... Cuando la gente hablaba de ellos bajaba el tono de voz, volteaba hacía atrás, hacia los lados, como protegiéndose que nadie los oyera. Me dijeron que no me les acercara, pero seguido iba por los alrededores con la esperanza de volver a encontrar a mi amiga. A veces la veía de lejos y la esperaba bajo el pequeño puente, pero ella no volvió, y, claro, yo tampoco me atrevía a acercarme a su camping.

Una tarde estábamos el Andaluz y yo, lejos, allá por la ermita, cuando oímos las campanas.
- Ahí va, están tocando a muerto -dijo mi amigo-.
Era un golpe lento, monótono, contundente.
- ¿Eso qué es?
- ¡Que se murió alguien! ¡Vamos!
- ¿Cómo?, espera, ¿qué es un muerto?
Empezó a correr bastante asustado y lo seguí tratando de alcanzarlo. Estábamos a dos o tres kilómetros del pueblo. - Coño, que te mueres y luego te entierran y ya no estás.

Era la primera vez que me enfrentaba a la muerte.
- ¿Quién se murió?
- No sé, ¡vamos a ver!
De repente todo está bien, normal, pero sucede algo que nos conmueve, y cambia el rumbo de nuestras vidas. Cuando finalmente me entró en la cabeza de qué se trataba, pensé en la abuela, y creí que era ella quien había fallecido. La angustia era espantosa mientras corríamos con todas nuestras fuerzas. El pueblo, la iglesia, los tejados, me parecieron demasiado distantes, que nunca íbamos a llegar. Mientras tanto las campanas seguían tañendo, lentas, monótonas, contundentes. Su sonido vibraba dentro de mi cuerpo. "Diosito, Diosito", nunca recé con piedad y fervor más ardientes: "Haz que la abuelita no se haya muerto, por favor. Que no sea ella." Finalmente llegamos a la Puerta Verde y, sin decirnos nada, cada cual corrimos a nuestra casa. Cuando di la vuelta en la calle y entré al portal, mi temor aumentó al encontrarme con muchas gentes adentro, harto excitadas. Se oían "me c...", en Dios, la hostia, el copón.... dichas a gritos en un tono verdaderamente encabronado. Mi tío era entonces alcalde.
- ¡Te digo que se entierra en el camposanto!
- ¡Que no, que el gitano se ha suici ... !
- ¡Abuela, abuela! ¿Dónde está la abuela?
- A ver, ¡saquen a este crío!
- ¡Abuela, ¿dónde estás?
Hubo un instante en que todos se callaron y me miraron. Entré a la cocina y vi a la abuela sentada, como siempre, al lado del hogar, preocupada. Antes de que diera otro paso, mi tía, como es su costumbre, resolvió el problema de mi presencia en el mundo de los adultos de inmediato. Me entregó un chorizo envuelto en un trozo de pan, me tomó del brazo, y me sacó a la calle.
- ¡Anda a jugar por ahí!
- Oye tía, ¿quién se murió?
- Naaa hombre, nada, vete a jugar.
Bajé por la calle donde vivía el Goyo, pasé por la fuente, por el juego de pelota, seguí por la Avenida de los Americanos, caminé un poco por el río Manzano, y disfruté la merienda deseando que se acercara mi amiga. Debajo del puentecillo las campanas continuaban escuchándose lentas, monótonas, contundentes.

A.T.M. (Amigo de Trévago en México)

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