por Mª del Carmen Sandigali Tutor
Así como los musulmanes una vez en la vida deben ir a La Meca, era para mí una cuestión de honor, luego de conocer de dónde venían mis ancestros, visitar Trébago, el pueblito de mis orígenes.
Creo que sería reiterativo a estas alturas ponerme otra vez a explicar cómo y porqué llegué a saber que mi abuelo Gervasio Tutor Gil Martínez Carrascosa había nacido en Trébago en 1880. He contado hasta el hartazgo mi historia, publicada no sólo en esta revista, sino en el Diario de Soria, de la capital, y ha conformado un capítulo del libro de Javier Narbaiza, "Conversaciones con la Soria ausente", propiciado por el mismo Ayuntamiento de Soria y la Diputación Provincial.
Paso a compartir con Uds. entonces lo que fue mi periplo (en realidad, nuestro periplo, porque viajé acompañada por mi marido Juan que a estas altura ya siente Trébago como propio).
El viernes 8 de septiembre llegamos a Barajas, deslumbrándonos como pueblerinos con su fabulosa Terminal 4, y allí nos encontramos con María Josefina Gómez Tutor, hija de la entrañable Doña Josefina Tutor, de Matalebreras, quien diera el puntapié inicial, junto al padre Don Alfonso y Juan Carlos Cervero, para el hallazgo de la Partida de mi abuelo.
Josefina hija nos recibió en su piso de La Castellana, donde pasamos nuestra primera noche en España, disfrutando de Madrid en manos de una experta. Si bien hacía tres años habíamos estado allí, fue con Josefina que descubrimos la verdadera gastronomía madrileña, amén de disfrutar del bellísimo panorama de la capital desde la terraza de su casa.
En nuestros días allí, tuvimos el placer de conocer al hijo de Josefina, Raúl, la mar de simpático y buen mozo, y a su nuera Cristina, parecidísima a la Princesa de Asturias y ejemplo claro de la mujer actual: una madraza con su pequeña Gala y brillante y eficiente en su ámbito laboral.
En Madrid se nos unió el hermano de Juan, Mauricio, que desde hace años vive en Córdoba, y a quien los sorianos recibieron como a uno más de su familia.
A la mañana siguiente Josefina nos llevó hasta la Estación de autobuses, con todo el dolor del alma de no poder llevarnos a Soria en su coche, debido a un compromiso ineludible en Madrid.
Con muy buen tino, nos reservaron las primeras filas de asientos, y gracias a las ventanillas panorámicas del ómnibus, pudimos ir paladeando palmo a palmo cómo nos acercábamos a Soria. Cada cartel que veía de los distintos pueblos que íbamos pasando, me recordaba haberlos visto en el libro "Soria y su provincia", que me había enviado Juan Carlos un tiempo antes. Juan y Mauricio iban sentados juntos y charlando, lo que me permitió disfrutar "sola y conmigo misma" esa sensación de que por fin el momento se acercaba...
Fue así que alrededor del mediodía llegamos a la terminal de Soria, donde por una confusión en los horarios, no había nadie esperándonos, lo que nos dio la oportunidad de "recriminárselo" sécula seculorum!
Más aún, en un determinado momento pasaron al lado nuestro Juan Carlos y su novia Marisol, a los que conocíamos sólo por Mail y no reconocimos hasta que Conchi y Juan Palomero hicieron su (tardía) aparición.
Reunidos los siete, partimos en sendos coches hacia donde almorzaríamos: La Casita del Guardabosques, un magnífico solar que aportó la frescura necesaria para ese caluroso día de verano. Mientras esperábamos que aprontaran nuestra mesa, nos quedamos al aire libre, con unas cervecitas frías y unas buenas porciones de torreznos (afortunadamente el colesterol lo habíamos dejado en Montevideo).
Pasamos luego a almorzar a la casona, reconstruida manteniendo el estilo campestre de las vigas de madera del techo. Entre cochinillos, salmón, aceitunas, y todo tipo de carnes y fiambres, rociados con un buen vinito, tuvimos un almuerzo de película.
De vuelta a los autos y a conocer Soria capital. La comitiva contaba con excelentes guías turísticos: los dos Juanes (Palomero y Cervero) y con ellos aprendimos que la románica Iglesia de Santo Domingo fue hecha en el siglo XII por Alfonso VIII, contando con una bellísima puerta con esculturas del Antiguo y Nuevo Testamento, sobre la que descansa un rosetón vidriado. Cerquita de allí, en el convento de las Hermanas Clarisas, compramos unas pastas hechas por las monjas de Clausura. Como casi no habíamos probado bocado antes, nos pusimos a comer los "divinos" manjares en plena calle!
Pasamos luego por San Juan de Rabanera, otra armoniosa iglesia románica, coincidiendo que arribaban a ella una novia y su padrino. El hombre, al vernos con la filmadora, nos preguntó de dónde éramos, y no tuvo idea mejor que hacernos un pequeño discurso de agradecimiento, mientras la pobre hija, a su lado, esperaba para entrar a casarse.
Siguiendo con nuestra ruta de iglesias, famoso itinerario turístico de Soria en todo el mundo cristiano, y bordeando el río, llegamos a San Juan de Duero, ese antiguo monasterio enclavado en un entorno campestre. Aunque de su claustro sólo quedan sus arcos entrecruzados, nos maravillamos con la infinita variedad de cada uno de ellos, muchos de influencia árabe, lo que hizo que mi cuñado Mauricio no se sintiera tan lejos de su Andalucía mudéjar.
Llegamos finalmente a la Ermita de San Saturio, construida sobre la cueva donde habitaba el anacoreta patrono de la ciudad.
Si bien todo me deslumbraba, me daba cuenta que el leiv-motiv de mi viaje estaba cada vez más cerca y no veía la hora de que pudiese pisar suelo trebagués. La vista del Moncayo me lo hacía presentir...
Fue así que mientras íbamos en el auto de los Palomero, charlando de bueyes perdidos, los muy ladinos me tenían una sorpresa reservada: doblando un recodo del camino, de pronto apareció Trébago!
Tengo fotos de ese momento, pero no quiero arruinar las páginas de esta revista con la imagen de alguien lloroso, totalmente fuera de sí. Lo viví como el premio que me auto regalaba por haber buscado algo por tanto tiempo y al final encontrarlo: conocer la tierra de mis raíces, esa tierra soriana que para mí es y será siempre la más maravillosa de España.
Bueno, volvamos al relato. Ahí estaba el viejo cartel de Trévago, esta vez con uve, y debo confesar que, por primera vez en mis 56 años, sentí un deseo irrefrenable de robarme algo, y era ese antiguo y herrumbrado cartel.
Ya estaba oscuro cuando pisé suelo trebagués, pero parecía que la noche de verano, con su luna llena, me acompañaba en el festejo. Salimos a conocer el pueblo, con su gente cálida que me saludaba con un "Oye, qué tal? Tú eres la uruguaya, no?"
Fuimos al Edificio de las Escuelas, perfectamente restaurado, en cuyo Salón Social nos tomamos unas cervecitas, gentilmente servidas por Vicente. Me senté en los bancos de la escuela, con el corazón en un puño porque la emoción era tanta!
Cuando salimos con Conchi a conocer la Casa Rural, tan magníficamente restaurada por el Ayuntamiento, y con tan buen gusto, nos agarró una tormenta bestial, con corte de luz incluido, presagiado por tanto calor. Tuvimos que guarecernos allí hasta que amainara, y si bien Conchi estaba preocupada, yo me sentí en la gloria: cada relámpago iluminaba el pueblo como en una visión fantasmal que me hacía dudar si realmente estaba allí o seguía soñando.
Los Palomero nos acogieron en su casa como si fuéramos de la familia. En realidad, en base al árbol genealógico que me preparara Juan Carlos, somos parientes lejanas con Conchi por parte de los Delgado.
Nuevamente comimos como si fuera la última cena, uniéndose a ésta Amaya, su esposo Steven y el querubín de ambos, el envidiable nieto de los Palomero, Daniel.
Dormimos en un cuarto con ventana al campo, con un juego de muebles que me hizo recordar el de la casa de mis abuelos, allá lejos en el tiempo.
A la mañana siguiente, domingo 10, bien tempranito y luego de desayunar como si nunca hubiéramos comido antes, nos fuimos a conocer la Ermita, a unos dos kilómetros del pueblo, por un camino bordeado de chopos (aunque yo los confundiese con álamos),y marcado con mojones de la Vía Cruxis, bajo un cielo absolutamente límpido de esa mañana de verano. Habíamos ido a buscar la llave a casa de Lali y luego de unos momentos de lucha cuerpo a cuerpo entre Juan y la puerta de hierro, logramos entrar al recinto.
El silencio era absoluto, pero debo reconocer que lo que más me impactó, tal vez porque me caben las generales de la ley, fueron las paredes escritas por aquellos trebaguenses que tuvieron que emigrar, dejando atrás su casa, su gente y su pueblo en busca de un futuro mejor, y que por un motivo u otro jamás pudieron regresar. Me pareció que mi presencia allí cerraba el círculo, y que mi abuelo Gervasio, desde algún lugar, estaría esbozando una sonrisa...
Volvimos al pueblo casi volando porque estaban llamando a misa y allí me esperaba otro mojón emotivo: encontrarme con Doña Josefina, que con sus jóvenes ochenta y tantos años hacía horas que me esperaba. Qué emotivo fue ese encuentro! Nos abrazábamos y llorábamos las dos, contagiando a los feligreses y al mismísimo Don Alfonso, que en sus palabras tuvo una mención, a través mío, a todos aquéllos que algún día emigraron hacia América, y cuyos descendientes hoy hacían lo contrario.
Toqué la pila bautismal donde bautizaron mi abuelo, y ahora en forma pública confesaré mi pecado: hasta bebí un poco del vino de Don Alfonso!
Saliendo de la Iglesia, y como no podía ser de otra manera, subimos al Torreón, desde donde el panorama de Trébago y pueblos aledaños era como el de una postal.
Al escribir estas líneas puedo evocar perfectamente ese momento que, Alzhaimer mediante, jamás olvidaré.
De lo espiritual, pasamos a lo material: otra vez a comer! Por algo cuando llegamos a Italia, la ropa nos quedaba ajustada.
Esta vez el ágape fue en Matalebreras, en el restorán del Hotel. Cuando llegamos, ya estaba preparado el salón principal, con una mesa larga, servida con mantelería y vajilla propias de príncipes. Para bajar lo que allí comimos, acompañados con la simpática cháchara de don Alfonso, deberíamos habernos ido caminado a Ágreda y no en coche, como lo hicimos.
Pernoctamos en Matalebreras, en casa de Doña Josefina, que nos había preparado la cama con sábanas bordadas por ella. Su hija, Josefina, se nos había adelantado y ... nos había preparado la cena! Era gracioso verla, vestida de pies a cabeza a la última moda, como madrileña adoptiva que es, metida entre ollas y sartenes. Ya no podíamos comer más, pero cómo negarse a esos deliciosos cardos marinados!
Después de la cena salimos de recorrida nocturna por Matalebreras, discutiendo con Josefina cuál pueblo era más bonito, si el suyo o el mío. Ella me decía: "Pero, mira, guapa,
que por Matalebreras pasa la carretera", y yo le contestaba:" Claro, por eso Trébago es más lindo, porque no tiene ruido de camiones", y ella: "Que en Matalebreras también tenemos Torreón", y yo "Sí, pero está en ruinas". Así discurrimos hasta que nos venció el sueño.
A las mañana siguiente nos despertó el panadero. Eran como las 11, y creo que desde que era adolescente, no me levantaba tan tarde!
Despedirnos de Doña Josefina no fue fácil, ella diciendo que era la última vez que me vería, y yo asegurándole que en mi próxima visita a Soria, la encontraría esperándome.
Ambas Josefinas grabaron en video un mensaje para mi hija Paula, la que conocían de su viaje por Soria en 2004, y que la hizo llorar de emoción al recibirlo.
Cerca del mediodía llegaron los Palomero para llevarnos a Logroño, nuestra última parada.
Qué belleza su piso y ese balcón hacia la plaza!
Allí conocimos a la mamá de Conchi, a su hermana, mi tocaya Maricarmen y a Lara, la mayor de los Palomero.
Descubrimos también las magníficas pinturas de Iris Lázaro, y a la tarde fuimos a saludar a sus tíos, Amalia y Santiago, primos míos por parte de los Carrascosa, quienes se quedaron con pena de lo breve de nuestra estadía con ellos.
Logroño nos encantó, con esa mezcla de ciudad moderna, en plena expansión y ese tufillo de lo tradicional.
A la noche salimos de tapas (o era de cañas?), esa costumbre típicamente española, de la que tanto habíamos sentido hablar, pero nunca habíamos vivido en carne propia. Eso de salir de boliche en boliche, como decimos acá, probando en cada uno una cervecita con su tapa típica, nos pareció genial. Claro que para mí, que no bebo (excepto el vino de don Alfonso, claro) fue una suerte que alguien recordara hacia qué lado quedaba la casa.
A la mañana siguiente, y antes de partir a Madrid para tomar nuestro vuelo a Roma, Conchi nos preparó unos emparedados para compensar los días de hambre que debimos pasar en Soria!
En fin, este relato me ha salido largo como esperanza de pobre, y he tratado (inútilmente) de no ponerme demasiado sensiblera al escribirlo.
Si tuviera que resumirlo en una frase, iría a lo del comienzo: He visitado por fin "mi" Meca!
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