por Mª Carmen y Conchita Delgado Escribano
Nombre del arriero: Roberto Delgado López.
Fecha de nacimiento: 29 de abril de 1913 en Trébago.
Tiempo que duraba el viaje: Aproximadamente, 10 días.
Corrían los años treinta cuando nuestro padre, Roberto Delgado López, con 14 años, comenzó su andadura como arriero acompañando a nuestro abuelo José, que también dedicó parte de su vida a este oficio, al igual que nuestro bisabuelo Cándido Delgado.
La cosa venía de tradición y de ella vivía ésta y la otra rama de la familia, Celestino Delgado, hermano de mi abuelo, y su hijo Gumersindo Delgado, con quien hoy tenemos la suerte de contar como ayuda para completar datos y anécdotas que nos cuenta nuestra madre y que tantas veces oímos rememorar a nuestro padre.
Con un carro, dos machos, un burro, los pellejos, alguna cuba y la compañía de un perro, comenzaba la primera etapa del viaje, desde Trébago a Corella, para comprar la mercancía: vinagre (a 20 céntimos / litro), vino rancio (a 50 céntimos / litro), moscatel y clarete, en las bodegas de Camilo Castilla y en la de "Los Sordos", familia con la que entablaron buenos lazos de amistad.
En Corella dormían primero en la posada de Cayetana y luego en la de Josefina. En el tiempo largo volvían a Trébago al día siguiente, dormían aquí, y salían después rumbo a Almazán.
En algunas ocasiones, nuestro abuelo José cargaba en Los Rábanos el vino rancio a lomos de una caballería y lo llevaba a Tardajos, a Miranda, a Ituero y a Cubo de la Solana. Mientras, nuestro padre seguía rumbo a Cobertelada, Villasayas, Barahona, Barcones, Cincovillas, Atienza, Angón, Hiendelaencina, Riofrío, Casas de San Galindo y Jadraque.
Repartían la mercancía por todos los pueblos, pagando primero la alcabala en los que existía el fielato. Sus mejores clientes eran los curas, que compraban el vino rancio para celebrar la misa, los cantineros y los particulares.
Nos cuenta Gumersindo que, generalmente, vendían al contado, pero en algunas ocasiones había que dejarlo a crédito hasta que el cliente vendía los borregos, la lana o el grano. A veces también cambiaban mercancía a cuenta de cebada a clientas que no disponían de dinero, pero que tenían especial gusto por el moscatel.
En aquellas épocas el dinero que juntaban tampoco era mucho, dicen que los "billetes de la burra" (de 1.000 pesetas), no los conocía nadie. No es de extrañar, teniendo en cuenta los precios de las mercancías. Cambiar un duro sería toda una epopeya.
Guardaban el dinero en una bolsa de piel de gato que, curtida, servía de cartera, que normalmente llevaban los hombres en la faja. En algunas ocasiones la escondían entre el pellejo de vino y el cáñamo o esparto con que lo protegían, para guardarse de posibles asaltos, que aunque no eran muy frecuentes, sí que había que prevenirlos sobretodo entre Lubia y Almazán, que era una zona solitaria.
Abundaban entonces las posadas en las que, por tres pesetas, cuando ya era caro, tenía derecho el arriero a dormir en la cocina, en un rincón del portal, o en la cuadra con las caballerías.
Mucho frío pasaron en aquellos inviernos, pero recordamos con qué cariño hablaba nuestro padre del calor humano de la posada de "Teodosia y el tío Celestino" de Barahona, de la del "tío Modesto" de Angón, y la del "tío Laureano y Felisa" de Cincovillas, que le atendieron y cuidaron en el año 1947 cuando cayó allí gravemente enfermo, y así muchas otras en tantos pueblos como pernoctó.
Finalizado el viaje de ida cargaban el carro en Albendigo, provincia de Guadalajara, con sillas (a 8 pesetas/unidad), puertas (a 30 pesetas/unidad), y ventanas (a 35 pesetas/unidad), que vendían en el Campo de Gómara y en Cigudosa. En otras ocasiones compraban sal (a 20 pesetas el saco de cincuenta kilos) en las Salinas de Imón o de Medinaceli y la vendían luego en los pueblos que encontraban a la vuelta, a la tienda de La Barrena, en Trébago, e incluso la llevaban hasta Ólvega y la Cueva. En aquellas épocas la sal era un bien muy apreciado, tanto para la conservación de la matanza, como para el consumo del ganado.
Fueron muchas las anécdotas que nuestro padre recordaba, pero sólo una os contaremos, para no alargar la historia. Estando en una ocasión en Angón, el perro que le acompañaba se comió una vuelta de chorizos de la posada. Ante semejante atrevimiento, nuestro padre le propinó con la travesaña del carro un golpe tal, que lo dió por muerto y lo echó a una cerrada que había cerca de la posada. Le avisó del asunto al posadero, para que a la mañana siguiente lo llevara más lejos. Cuál fue la sorpresa del posadero cuando fue al día siguiente a cumplir el encargo, y no lo encontró. Y más la de nuestro padre, que a los tres días de haber llegado a Trébago vio aparecer, vivito y coleando, al perro que había dejado por muerto en la provincia de Guadalajara.
Por los años 60, nuestro padre hizo uno de sus últimos viajes a comprar vinagre a Purujosa y Carcena, acompañado de su cuñado, Aurelio Martínez. A la vuelta, en las cuestas de Purujosa, volcaron y el carro quedó para el arrastre. Gracias a Dios ellos salieron ilesos del accidente. Se despidió de la clientela en un último viaje en el que le llevó José Lázaro en su camioneta.
Aunque dejó por aquellos años su oficio de arriero, lo recordó siempre con gusto y brillo en los ojos y volvió a hacer la ruta, pero en coche y sin mercancía, siempre que tuvo oportunidad.
Seguramente os gustará saber que por los años 30 hubo "otras arrieras", como nuestra madre, Isidora Escribano Marquina que, con otras mocitas de La Cueva de Ágreda, recorría a pie durante tres horas el camino hasta Ágreda con tres docenas de huevos en una cesta de huevos que llevaba en la cabeza. Allí los vendían a 1'50 pesetas la docena para poder comprar en el mercado un kilo de jabón por 95 céntimos, unas alpargatas por 40 céntimos, un carrete de hilo por 35 céntimos, un kilo de azúcar... y con suerte, aún les llegaba en alguna ocasión para comprar una sardina arenque, un kilo de higos a 15 céntimos... o algo que les daba la energía suficiente para hacer las tres horas del camino de vuelta.
Cuando estas "arrieras" progresaron y viajaban en caballería, empezaban dejando el macho en la posada de Ágreda y el pañuelo en prenda, mientras iban al mercado a vender los huevos y comprar lo que podían, reservando como un tesoro los 10 céntimos que había que pagar par recuperar la prenda y llevarse la caballería. ¡Eran otros tiempos...!
[Anterior]
[Sumario]
[Siguiente]
|