por Chabela García de Gil
El relato de estos recuerdos se los dedico a mis padres, Manuel y Agustina, pues gracias a ellos aprendí a querer a Trébago.
Corría el mes de abril de 1947, en mi casa todo era emoción y felicidad, pues después de 13 años de casados viviendo en Puebla (México), mis padres regresaban a España, y mi hermano Manolo y yo al fin íbamos a conocer España, a toda nuestra familia y, sobre todo, conoceríamos Trébago, ese pueblo del que tanto nos habían hablado nuestros padres.
Volamos México-NewYork-Lisboa. Ahí recogeríamos el coche de mi padre y nos iríamos a España, pero el coche no había llegado. Estuvimos 6 días en Lisboa y decidieron mis padres no esperar más. Así, salimos una noche en tren rumbo a Madrid, a donde llegamos a las 7 de la mañana. Nos fuimos al hotel, nos arreglamos, nos preguntaron mis padres que si queríamos de una vez al medio día saldríamos a Trébago, a lo que contestamos mi hermano y yo que sí, pues ya lo que más deseábamos era estar con la familia, y al fin conocer Trébago.
Así, el 24 de abril al medio día emprendimos el camino rumbo a Trébago en un taxi. Todo nos parecía bonito: el paisaje, los pueblos; pero sobre todo, al llegar al puente sobre el Río Duero, mi padre quiso que paráramos para tomar una foto y, al mismo tiempo, recordar cuántas veces en el carro, junto con su padre, con el tío Domingo o bien con los tíos Gregorio y Santiago, habían pasado ese puente cuando iban de viaje a vender huevos, vino, etc.
Volvimos al coche y empezamos a acercarnos a nuestro destino final: Trébago. Paramos en Matalebreras para conocer a la tía Veneranda, hermana de mi madre, y a toda su familia. Fue emocionante ese encuentro, y la tía se fue con nosotros en el coche. Seguimos adelante y paramos en Fuentestrún, el pueblo donde nació mi madre, para conocer al tío Juan y a sus hijos, sobrinos de mi madre e hijos de su hermana Consuelo... ¡Qué momentos tan alegres y emotivos!
Por fin íbamos acercándonos a Trébago y, al subir la cuesta y dar la vuelta en la era del tío Santiago, ahí estaban esperando nuestra llegada mi abuela Isabel, mis tíos Melchor y Goya, Santiago y Rosario, Nicolás y Teodora, y Félix y Amparo. Esa llegada fue una cosa muy emocionante, el conocer a mi abuela y a mis tíos y primos fue una gran alegría y son cosas que jamás se olvidan y las llevo siempre en el corazón. Son cosas que no se pueden explicar, únicamente se pueden sentir.
Por fin llegamos a la placeta y ahí acudió toda la familia para volver a ver a mis padres y, además, conocernos a mi hermano Manolo y a mí. La verdad es que se llenan los ojos de lágrimas con tan sólo recordar todos esos momentos que han significado tanto en mi vida. Una vez que estábamos todos juntos, fuimos a cenar a casa del tío Nicolás y la tía Teodora, donde nos encontramos con su hija Tita. Ahí todo fue alegría y emoción, y en cuanto sacaron los chorizos, de los que tantas veces nos habían hablado mis padres, ¡qué delicia! ¡No hay chorizos como los de esa tierra!
Acabado el primer día nos fuimos a descansar; mis padres a casa de mis abuelos, donde hoy viven Filo, Rosario, Nicolás y la tía Rosario. Mi hermano Manolo se quedó con la tía Teodora y yo en casa de Félix y Amparo, que fue mi hermosa posada en todos los viajes que hice a España.
Al día siguiente, lo primero fue ir a saludar a toda la familia y ver a mis padres. Cuando llegamos a casa de los abuelos fue un poco triste, pues por 3 meses mi padre no volvió a ver a su madre y nosotros no llegamos a conocerla. Estuvimos acudiendo varias mañanas y tardes, pues la gente de Trébago les demostraba a mis padres el cariño acudiendo a visitarlos y conocernos a mi hermano y a mí. Realmente fueron días inolvidables y de muchísima emotividad.
Pasados estos días, empezamos a conocer Trébago. Ibamos a recorrer sus calles empedradas, a beber agua a la fuente, saludábamos a las mujeres en el lavadero, nos encantaba ver salir a las cabras por la mañana al campo, y nos emocionaba ver su regreso y cómo cada una se dirigía a su casa, sin equivocarse ni confundirse.
Pero para empezar a recorrer los alrededores de Trébago, lo primero que hicimos fue comprarnos unas alpargatas en la tienda del Sr. Agustín, pues así, ya cómodos, empezamos a conocer los huertos, la tenería, la balsa, el Río Manzano, subir a la Ermita para verla y conocerla. Como en ese entonces había santeros, la tenían muy bien cuidada. ¡Qué emoción al entrar y ver la preciosa Ermita! Pero, sobre todo, ¡qué emoción al leer la despedida de mi padre a su querida Virgen del Río Manzano cuando se marchaba a México, escrita en una pared!
Otros días íbamos a merendar a Valmayor, al Juncar. En fin, a recorrer todos esos rincones inolvidables de nuestro querido pueblo, y terminar el paseo tomando una gaseosa en casa de la Sra. Aurora, y esperar el coche de línea. Otra emoción grande fue el primer domingo al ir a Misa en esa preciosa Iglesia del pueblo, que es realmente una joya.
Vino la fiesta de la Virgen de los Milagros en Agreda, y ahí fuimos a comer toda la familia, y fuimos en varios viajes: unos en el camión del Tío Melchor y otros en el coche de mi padre, en verdad pasamos un día inolvidable. Después también fuimos al Domingo de Calderas, a comer a Soria. Y días más tarde empezó la recolección y, por lo tanto, el verano.
¡Cuántas veces fuimos a las piezas! Mi padre quería recordar y ver la segadora, para ver los fajos de mies. Los hombres y también las mujeres, salían muchas veces a las 4 de la mañana y regresaban a las 10 de la noche. ¡Cuánto trabajaban aquellos hombres y mujeres en aquellos años! Terminando de segar, llevaban la mies a las eras para trillar, ablentar y cribar. Eran días de un trabajo muy duro para todos ellos, pero para los que íbamos de -paseo a la era, eran días memorables, pues daba gusto cuando estaban trillando, oír cantar esas preciosas jotas, y después saborear aquellas deliciosas meriendas, que todavía ahora recordamos con muchísimo cariño. Rindo homenaje a todos aquellos hombres y mujeres que supieron dejarnos en herencia "que el trabajo engrandece a los humanos".
Y llegaban las fiestas de los pueblos, en aquellos años la fiesta de Trébago era el 8 de septiembre, ya que antes no se terminaba con la recogida de la cosecha. La víspera de la fiesta, íbamos al coche de línea, para esperar a los que llegaban a disfrutar de las fiestas, así como a los músicos. Después lo primero que hacíamos era arreglarnos para ir a la Iglesia a presenciar el baile a la Virgen, único en aquella rinconada. Mi mayor emoción fue el ver salir a mi padre a bailarle a su Virgen, después de 13 años. ¡Es un sentimiento que hace palpitar el corazón con tan sólo recordarlo!
Al día siguiente acudimos a Misa, que la decía el Párroco Don Félix Gil, tío del que hoy es mi marido, Florencio Gil. Fue una Misa cantada por las muchachas del pueblo, en verdad una Misa muy bien cantada, muy emocionante y muy bonita. Y a la salida poder saludar a los forasteros que venían a la fiesta, así como a los familiares que vivían en otros lugares y venían a volver a vivir como cada año la fiesta de su pueblo. Después seguía el ir a tomar el aperitivo, visitar a las familias y brindar y comer pastas (riquísimas), que las habían hecho en el horno del Pueblo. Más tarde continuaríamos disfrutando, en la casa que te invitaban, de una deliciosa comida, para después ir al baile y, a las 7, acudir a la Iglesia a ver otra vez bailarle a la Virgen del Río Manzano. Saliendo, ir a tomar la copa y después a cenar, ¡qué cenas tan deliciosas! Para luego continuar, por supuesto, con el baile. Al día siguiente ir a la Iglesia, cantar la Salve y subir a la Virgen a la Ermita, ahí subastar los palos y así pudimos mis padres, mi hermano y yo, coger los palos de la Virgen para meterla en la Ermita. Este momento fue sumamente emotivo y conmovedor. Oír Misa, y después salir a gozar en esa hermosa pradera de la Ermita y presenciar desde ahí una maravillosa vista de nuestro querido Trébago. Regresar a comer, después el baile, donde bailé por primera vez la jota con el tío Miguel ¡qué bien bailaba! ¡Cómo no recordar todos estos momentos, cuando marcaron mi vida y mi sentir hacia esas tierras y su gente para siempre!. Ir a cenar, para después volver al baile. Ese año, como además de mis padres había otras familias de México, se tuvo otro día más de fiesta, regalado por todos ellos. Fue un día muy emotivo e inolvidable: de charangas y perolos, las mujeres disfrutaron mucho con sus juegos de cartas y, nosotros, los aún niños, con nuestro chocolate con churros. En verdad fueron días de mucha felicidad y de inolvidables recuerdos que siempre llevo en la mente y en el corazón. Además, para mí son recuerdos muy especiales porque ese año, siendo niños, nos conocimos Florencio y yo, jugamos y bailamos toda la fiesta y, desde entonces, ese cariño de niños fue creciendo en nuestro corazón, hasta convertirse en ese sincero y verdadero amor, que nos llevó a casarnos en el año de 1964, y formar un feliz matrimonio donde han florecido 7 hijos que, al igual que Florencio y yo, aman y sienten una gran felicidad cuando llegan a disfrutar sus vacaciones en esos queridos pueblos a los que llevan en sus corazones: Trébago y Castilruiz.
Y así terminó mi primer verano en Trébago, pues después me fui al Colegio en Tudela, para posteriormente regresar para pasar la Navidad en Trébago, pero esa es otra historia que en otra ocasión contaré...
Pero ese verano fue inolvidable en todos los sentidos, sobre todo porque conocí y aprendí a querer a toda mi familia. Valoré el sacrificio de tantos padres que vieron partir a sus hijos siendo casi unos niños a otro Continente, para tener una mejor manera de vivir, y ¡cuántos no los volvieron a ver! Comprendí que ese pequeño pueblo de Trébago y su gente tan sencilla y cariñosa, lo reciben siempre a uno con el corazón abierto y hacen que uno se sienta simplemente FELIZ.
Por eso, dedico este relato a mis padres Manuel y Agustina:
Porque por ellos nací en México,
por ellos tengo sangre española,
y por ellos aprendí a querer
y a llevar a Trébago en mi corazón.
GRACIAS QUERIDOS PADRES.
CON TODO MI CARIÑO,
CHABELA GARCIA DE GIL
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