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El paseo



por Montserrat García Barrena

Iba en el automóvil aislada del mundo exterior -con las ventanillas cerradas, el aire acondicionado encendido-, escuchando la música del "nuevo" aparato que me habían conseguido después del cristalazo de la semana pasada. Por la avenida, cargada de tráfico, avanzaba lentamente. Crucé varias calles de innumerables casas grises de una sola planta, todas iguales, con puertas la mitad de abajo de lámina y la de arriba de vidrio; en la parte alta, las varillas tiesas, listas para soportar el segundo piso a construir en un futuro remoto.

Al llegar a la carretera el paisaje cambió drásticamente; los cerros, antes grises, se volvieron verdes, llenos de altos pinos. A lo lejos, un valle en el que pastaban, desperdigadas, las ovejas. Pronto alcancé la zona montañosa. Ahí, el camino se hizo más estrecho y con muchas curvas. Bajé la velocidad; el automóvil subió la pendiente con lentitud, trabajosamente.

Aunque el estéreo era de segunda mano -seguramente robado-, funcionaba muy bien y las melodías se integraban al paisaje, de manera que, más que conducir, sentía que flotaba entre los árboles y las montañas. Frente a mí, el camino desierto que serpenteaba por el bosque, descubría en cada vuelta, sus secretos.

Al salir de una curva tuve que frenar casi en seco; una fila de autos esperaba su turno para pasar. Puse las intermitentes y esperé. Avanzábamos muy lentamente, cuando vi las patrullas de federales, dos a cada lado del camino y otras tres al frente, cerrando el paso. Los oficiales se acercan a los vehículos para revisarlos, obligan a la gente a bajar de ellos y les piden sus documentos.

Enciendo un cigarrillo, bajo el vidrio, abro la guantera para tener listos los papeles -¿qué buscan?-. Uno de los guardias se acerca a mí. Buenas tardes. Su licencia. La busco en mi bolsa, nerviosa. Se la entrego. La mira. Deme los documentos y abra el cofre. Le obedezco. Baje del auto. Su voz es autoritaria. Detrás de sus lentes oscuros me imagino la mirada fría, intimidante. Se sube a mi automóvil.

De pie, fumando otro cigarrillo, miro horrorizada la mancha en la alfombra trasera. Volteo hacia el otro lado y veo a algunas personas que las llevan a una caseta improvisada que, hasta entonces, no había visto. El policía se dirige a la parte del frente. Levanta el cofre; revisa el motor cotejando los números con el tarjetón. Abre la puerta delantera derecha. ¿Se dará cuenta que el radio es robado? Mi marido dijo que se lo consiguieron en Tepito. ¿Es eso lo que buscan, estereos robados? Abre la puerta trasera, mira la alfombra. ¿Sangre?, me dice clavándome la mirada de cristales negros por una eternidad. A mi hijo le salió sangre de la nariz y, con las prisas, se me olvidó limpiarla. Va hacia la cajuela. ¡Pedro se llevó el otro día este auto cuando fue de cacería! Le dije que sacara la escopeta. Ábrala, me ordena. Mi corazón late tan fuerte que casi se me sale del pecho. Voy al volante, saco la llave, regreso. Al tratar de abrir, se me cae. Él va al frente a dejar los papeles dentro del automóvil. Al abrir la cajuela, la escopeta salta a la vista. Se me para el corazón, me quedo muda mirándola. Estaba sola, en una celda oscura; la expresión de incredulidad de mi esposo al oír la sentencia: ¡acusada de tráfico de armas!, los guardias poniéndome las esposas, me daba vueltas en la cabeza. Un silbido me hace volver en mí. El oficial cierra las puertas, mira hacia atrás a sus compañeros que lo llaman a revisar otro vehículo que, repentinamente, se ha vuelto el centro de atención. ¡Puede irse! Me quedo parada, sin reaccionar. Otro policía nos ordena que avancemos abanicando la mano. Cierro la cajuela, camino mecánicamente, me subo al auto con las piernas todavía temblando. Arranco y, mientras paso sigilosa por el retén, miro por el retrovisor; miro al oficial que me sigue con la mirada... piso el acelerador a fondo.


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