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El tiempo líquido



por Begoña Abad de la Parte

Fuera la calima desdibuja el paisaje. En la casa sólo se oye el tic-tac del reloj y, de fondo, la radio.

La mujer pasea de arriba a abajo por el salón. Levanta el auricular del teléfono, escucha el tono de la línea libre, pero cuelga despacio.

Como cada principio de semana ve pasar el camión de Amed, sube la cuesta renqueante y rompe la línea del horizonte con su rojo intenso. Parece que flotara sobre el borde del mar.

Cuando caiga definitivamente la tarde, habrá descargado en el faro. De regreso llevará en la cabina algún turista que necesite llegar al aeropuerto, esta vez no será él.

La mujer ata pasajes del último mes, sólo un puñado de horas y sin embargo tienen título de vida.

Aquel encuentro casual para el que no pensó un final.

Los encuentros posteriores, no tan casuales ya, que dieron pie al inocente café.

Las tardes alargadas a la orilla del mar, las calas de poniente que albergan desde entonces, silencios y deseos.

El séptimo cielo sin ascensor donde la llevó. La primera caricia de sus dedos en el óvalo de la cara.

El juego, con los ojos cerrados: "Humedécete los labios, acabo de besarte ¿lo has notado?"

El rapto de la razón que ninguno supo evitar.

Probarse con la boca a la manera que los panaderos prueban el pan, ese poema.

Los regresos a un hogar que era ya, sólo un exilio de sus brazos y el modo de esquivar los brazos bendecidos.

El miedo de no haber querido lo suficiente.

La esperanza de enmendarlo mañana.

La propuesta de seguirse los pasos. El tiempo que se hace líquido y se escapa entre los dedos.

La búsqueda desesperada de anclas que sujeten un barco a la deriva.

La despedida. El vacío que sigue al después de un todo.

La mujer vuelve a leer los últimos párrafos de la carta: "Espero tu llamada hasta el lunes a las cinco, de lo contrario desapareceré de tu vida para siempre".

Concentra la mirada en la ventana, intenta resistir el deseo de hacer esa llamada.

Mira el reloj, vuelve a levantar el auricular, escucha el tono y, por fin, rendida, marca el número. Le imagina al otro lado, ambos a punto de escucharse de nuevo.

Nadie responde a la llamada. El reloj marca las cuatro y cuarto, aunque siempre se adelanta un poco. Demasiado pronto. Intenta buscar las palabras precisas que le dirá. Imagina su alegría, sus locos planes de futuro.

Deja pasar un rato y vuelve a marcar, impaciente ahora, el tiempo le pisa los talones. No hay respuesta y entonces el latido acelerado y jubiloso, da un giro brusco, comienza a aparecer un temor mezcla de incredulidad, sigue escuchando el tono de llamada. De pronto, siente el pánico y la desesperación pegados a su nuca, mientras en la radio se escuchan los pitidos horarios: Son las seis de la tarde, las cinco en Canarias.


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