por José Isidro Gimeno Martínez
A poco que repasemos la historia, vemos cómo ha habido ciertos hechos, acontecimientos o casualidades que cambiaron o pudieron haber cambiado el devenir histórico de un pueblo, una ciudad, una nación o un imperio. Yo me voy a referir a uno de estos hechos no previstos que cambiaron la historia de nuestra familia.
A la derecha del camino que va desde Trébago a Montenegro se encontraba la pieza grande. La pieza grande se extendía desde el camino hasta el monte, su nombre se debía a sus dimensiones. Era, antes de las concentraciones parcelarias, la más grande no ya de Trébago, sino de toda la Rinconada, llamaba la atención una finca así, en una tierra castigada por el minifundismo. Había sido el resultado de sucesivas compras de parcelas colindantes y de un pequeño rozo en el monte.
Era la finca espejo de los Sidrines. La víspera de ir a cosecharla, la casa hervía en preparativos, se respiraba un ambiente distinto a los demás días, era mucho lo que había que preparar para terminarla en un día, pero había algo que hacía posible la empresa, dos segadoras y, sobretodo, mis tíos: Evelio, Casildo, David, Cipriano y Jesús, cinco hombres capaces, ayudados por otros hombres del pueblo, que a su par segaban, barcinaban y acarreaban los haces, especialmente los Ignacios, que tantos años estuvieron en casa, el Inocente, el Carmelo, el Emiliano, ...
Una noche, a la vuelta de Andalucía, había ido mi abuelo a visitar a su querido hermano Fulgencio. Al calor del hogar se encontraban los dos hermanos, un yerno del tío Fulgencio, -Zacarías-, y otro señor de Fuentestrún. La conversación discurría de una cosa a otra y, en un momento, Zacarías le espetó al abuelo que le compraba la pieza grande, a lo que éste le contestó que no la vendía ni por tanto, a lo que el primero le respondió que trato hecho. Otra versión dice que lo que dijo el abuelo fue que si la quería tendría que pagar tanto.
Lo que parece claro es que mi abuelo no tenía verdadera intención de venderla en aquel momento, pero le habían tomado la palabra, y eso para un hombre de los de antes, y acostumbrado a tantos tratos, era muy serio, ¡Le habían cogido su palabra!
Lo peor estaba por llegar, cuando volvió a casa, y contó que había vendido la pieza grande. Todos sus hijos se le echaron encima. ¡"Cuidao" con el hombre, no tenía otra pieza que vender!, fueron frases que se repitieron como una letanía toda esa noche. Nadie entendió al abuelo, sus hijos arrieros y labradores se habían quedado sin la finca espejo, allí habían pasado buenos momentos, allí perdió el tío Evelio las falanges del dedo corazón, machacadas por la segadora, allí donde sudaron y rieron ya no era de ellos.
A partir de entonces todo cambió, la idea de que algún hijo se quedase en Trébago, al frente de la hacienda, carecía de sentido, la tía Felisa no se quedó más inviernos al cuidado de los machos, el Antonino (tío Malanda), se jubiló y se vendió el ganado. Y aunque se conservaron muchas cosas, ya no fue lo mismo, se vendieron más piezas, y ya ni la era del cementerio, ni la del tío Galo (donde se trillaba la cebada), ni la cilla, ni el corral de la Peña el Mirón, ni el corral de la era, ni el de los cochinos, ni las casillas de la plaza, ni la casa, en la calle la Iglesia, volvió a registrar el movimiento de antaño, ni enfilaron carros y galeras como aquéllos la revuelta de las campanas.
A cambio de eso, el abuelo compró más y mejor tierra en Andalucía, conservó a su lado a sus hijos, y nos procuró a todos una vida mejor fuera de Trébago. Por si fuera poco, la pieza grande se dividió entre los compradores, no pareciendo ya lo que fue. Yo, particularmente, no creo que este acontecimiento cambiara nuestra historia, sino que, únicamente, la precipitó. El abuelo era lo suficientemente inteligente como para saber dónde tendría su gente mejor porvenir.
Hoy, la pieza grande vuelve a estar de moda por la polémica instalación de una granja porcina que tantos disgustos y divisiones está provocando en el pueblo. Cualquiera que sea la solución que se adopte, con la perspectiva de los años, será la mejor para todos, pues la pieza grande, como las fincas bíblicas, sabrá dar ciento por uno. Los nuestros, que tanto sufrieron con su venta, al final dieron gracias a Dios, pues no hay mal que por bien no venga.
Este pequeño artículo quiere ser también un homenaje a todos los que, junto a mis tíos, la despedregaron, labraron, sembraron, segaron, barcinaron y dallaron. Unos porque era su trabajo y otros porque, sin hacerles falta el jornal, le ayudaron al abuelo. No nombro a nadie porque siempre se queda alguien en el tintero, pero los hijos de todos ellos saben a quiénes me refiero.
Quiero, por último, tener un recuerdo cariñoso para mis abuelos, mis tías y tíos:
Isidro, Julia, Teresa, Evelio, Felisa, Casildo, David, Cipriano y Jesús -trebagüeses todos-, que ya no están con nosotros, que no descansan en la era donde trillaron y ablentaron, y que hoy sirve de camposanto, a la sombra de cuya tapia, tantas tardes, al merendar, contemplaron en la lejanía su pieza grande.
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