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El lavadero, lugar de encuentro



por Conchita Delgado Escribano


Un acontecimiento importante tuvo lugar allá por el año 1973 que cambió la vida de nuestro pueblo. Aquel año se puso el agua corriente en las casas.

Hasta entonces las idas y venidas a la fuente para llenar la tinaja, y de paso poder hacer alguna amistad que en algunos casos acabó en boda, era una labor diaria reservada al sexo femenino. Aún recuerdo a la "tía Sofía" por la calle ancha con un cántaro en la cabeza, otro en un costado y el botijo en  la otra mano.

Otra labor exclusivamente femenina -a los niños se les podía caer la colilla si lavaban- era hacer la colada en el lavadero del pueblo, en el canalón o en el río.

Hasta que tuvimos el agua corriente en casa, el lavadero era un importante lugar de encuentro donde, además de lavar la ropa, se ponía una al día de todos los acontecimientos ocurridos en el pueblo y en la Rinconada.

El domingo, habitualmente, todo el mundo se mudaba, y el lunes, casadas y mozas, con el balde en la cabeza y el cajón para arrodillarse, se encaminaban al lavadero para hacer la colada y de paso cambiar información de última hora.

Si las niñas no teníamos escuela acudíamos allí y, a la vez que íbamos aprendiendo el oficio lavando algún pañuelo, porque nuestras madres no nos dejaban cosas más grandes, nos informábamos de aquello tan importante que comentaban las mayores. Tampoco faltábamos nunca a la cita de la limpieza del lavadero, que se hacía por riguroso reo de vecino cada sábado. Esa tarde, si había suerte, podíamos encontrar alguna cortecilla de jabón, alguna perrilla (5 céntimos de peseta) o algún que otro botón que con nuestra imaginación podía convertirse en cualquier cosa cuando después íbamos a jugar a las "peñas de la dehesa".

Para conseguir que la ropa quedara más blanca, después de darle algunas pasadas de jabón del que también se fabricaba en casa, se tendía al sol en los alrededores del lavadero. Luego, para terminar la faena, se ponía en lejía, se aclaraba y después le dábamos el toque final metiéndola en azulete.

Me cuenta mi madre que cuando no existía la lejía el proceso era mucho más laborioso. Después de darle dos o tres pasadas de jabón, la ropa blanca y la de color que no desteñía se colocaba en un terrizo como el que veis en la foto.

Sobre el terrizo se apoyaba un aro -aprovechando una cesta vieja- y sobre él una tela de sábana o cualquier otro trapo para poder poner encima la ceniza del brasero que se había ido guardando.

En algunas casas, debajo de los bancos adosados al hogar, se preparaba un cenicero hecho con adobe y yeso y allí se iba guardando la ceniza cada mañana para este menester.

En el hogar de la casa, en un caldero colgado de las llares se calentaba el agua, y cuando estaba hirviendo se vertía sobre la ceniza, para que el agua fuera colándose a través del trapo y de la ropa. De aquello se deriva la expresión que aún hoy se utiliza de "hacer la colada" cuando se habla de lavar la ropa.

El terrizo tenía un orificio por donde se recogía el agua para volver a calentarla y echarla de nuevo sobre la ceniza.

Se dejaba la ropa a remojo durante la noche, y al día siguiente ya se terminaba el proceso aclarándola.

Como veis, los tiempos cambian y aquel lavadero desapareció para convertirse en el Cubizaño, hoy almacén del Salón Social "Las Escuelas", pero las piedras donde lavábamos todavía las podemos ver formando parte del banco de la Puerta Verde, que también ha sido y sigue siendo un buen lugar de encuentro. Si las piedras hablaran... cuántas historias podrían contarnos de aquellas mujeres que frecuentaban el lavadero y de tantos chascarrillos que los hombres intercambiaron en la Puerta Verde...

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